Gonzalo Valdés Medellín

Era una eminencia. Pocos actores quedan en México de los que se puede decir que alcanzan el rango de Eminentes y uno de ellos fue, indudablemente, el primerísimo actor mexicano Sergio de Bustamante, fallecido el pasado 23 de mayo, víctima de un infarto masivo en la ciudad de Puebla de los Ángeles, en la que se encontraba por casualidad, al dirigirse a cumplir con un compromiso amistoso; de no haber sido así, quizá habría fallecido en su amada Ciudad de México, donde vivía, en Coyoacán, al lado de su inseparable compañera, la actriz Lula Roselló. Eminente actor que cubrió todos los registros habidos y por haber, que incursionó en todos los géneros teatrales con grandeza; que experimentó no pocos momentos de trascendencia histriónica con los mejores directores de México y el mundo, pero que también fue estrella cinematográfica de la época del cine nacional cifrada entre los años cincuenta y ochenta, con filmes extraordinarios como El principio, El tejedor de milagros, Santa sangre, Playa azul… (por sólo citar algunos a golpe de memoria rápida); y en teatro, El duelo (que significaría su debut bajo la dirección de Salvador Novo), Los gallos salvajes de Hugo Argüelles, Playa azul y El criminal de Tacuba de Rascón Banda, ambas dirigidas por Quintanilla) y, entre muchas otras, su gran creación: el impresionante monólogo Réquiem por Elvis, que él mismo escribió, dirigió, actuó y produjo con notable relevancia artística, en todos sentidos. Fue maestro, catedrático, director de escena, cineasta, narrador… A esta eminencia actoral, a quien yo había admirado desde siempre, tuve el gusto de tener por amigo durante diez años. Una década en que nos unió —de manera fortuita, aunque sólidamente enraizada— la amistad de Hugo Argüelles, pues al morir el dramaturgo en diciembre de 2003, al año siguiente se nos invitó a Sergio, a mí y a otras personas a un homenaje en el Teatro Rafael Solana del Centro Cultural Veracruzano, donde cada cual dimos noticias de nuestra admiración y amistad con Argüelles. Ahí nos conocimos Sergio y yo, y surgió una amistad entrañable que hoy me hace pensar lo afortunado que he podido ser al tener como amigos a gente tan humana, tan extraordinariamente valiosa como el maestro Sergio de Bustamante. En ese año de 2004 se celebraba el Centenario del Nacimiento de Salvador Novo, maestro de Sergio y con quien se iniciara en el teatro. Yo había ganado el Premio Único del Certamen Nacional de Dramaturgia de la Universidad Autónoma de Nuevo León con mi obra Ecce Novo o El tercer Novo y hacía la lucha por levantar el proyecto. Esa noche, después del homenaje a Argüelles, le hablé de la obra porque de pronto lo vi encarnado en mi personaje. “Creo que es una obra que te va. El personaje tiene tu edad. Es Novo…”. “Pásamela —me dijo Sergio—, la leo y platicamos”. Así lo hice. La leyó y nos reunimos a hablar de la obra que le había encantado. Al poco tiempo, las jóvenes teatristas Michelle Solano y Adriana Bernal tuvieron la iniciativa de hacer una lectura de la obra en una vieja casona de la colonia Roma que había sido propiedad nada menos que de Xavier Villaurrutia y que, en ese entonces convertida en café concert, se ocupaba para eventos de carácter cultural underground. Lo hablé con Sergio y aceptó de inmediato. Dimos la lectura apoyándonos solamente con nuestros ánimos de homenajear a Novo. No íbamos a ganar un solo centavo (obviamente ninguna institución apoyaba la lectura). Pero Sergio era entonces Salvador. El otro papel importante de la obra, el Diablo, lo leería yo. Junto a nosotros, Michelle Solano fue una colaboradora de gran importancia: cantó, musicalizó, leyó acotaciones… y junto con ella, un joven actor, Omar García Sandoval, arremetía con sus mejores armas interpretativas. Por supuesto Sergio de Bustamante leyó magistralmente. Me sentí muy orgulloso de que leyera mi obra, pero también de compartir escena con él, de poder tener un tète à tète de grandes intensidades tonales con este maestro de la actuación, y de poder dirigirlo. Recuerdo que en plena lectura hubo un momento en que Sergio bajó de intensidad, yo sentí que la obra podría caerse, y entonces que me voy hasta arriba en la tonalidad, me subí de intención y Sergio me dio una réplica colosal, con una brillantez interior y vocal aleccionadora, que ha sido de las cosas más ricas que he tenido en mi experiencia como actor. Una segunda vez, en 2005, hicimos lectura de Ecce Novo…, en la ciudad de Querétaro, y con el auspicio de Manuel Naredo, entonces titular de Cultura de dicho Estado. Nos acompañó Roberto D’Amico, ahora como el Diablo, y el maestro Jorge Galván leyó un texto muy bello de su autoría como Presentación de la obra. El proyecto de llevar a temporada Ecce Novo… quedó en puertas. Por desgracia, no lo pudimos llevar a cabo. Al paso del tiempo, Sergio me decía bromeando: apúrate a que montemos la obra, si no voy a terminar siendo “la abuelita de Novo”. Por esa época, a instancias de María Luisa Armendáriz fui director de eventos teatrales del Festival de la Palabra, circunstancia que me permitió reunirme nuevamente con mi admirado Sergio, y en una oleada de teatro performático hicimos, él como intérprete, yo dirigiendo: el Don Quijote de Novo (Sergio haciendo con una gallardía demoledora al de la Triste Figura); dos de Shakespeare: Todo está bien si termina bien y El rey Lear, además urdí que Sergio leyera en diversos espacios del Festival pasajes del Quijote de Cervantes, capturando la atención de los paseantes en la feria del libro. El tiempo pasó. Siempre tuvo un gesto de bondad hacia mí, de amistad sin límites. Al morir mi madre, al verme tan devastado como estaba yo, me dijo: “Tienes que sobreponerte… —y subrayó con esa voz grave y punzante que poseía— tienes que”. “Pero cómo”, pregunté yo. “Con talento”. Me le quedé viendo. “Tienes la mejor medicina para curarte el duelo por tu mamá: el talento. Haz las cosas con talento, todo lo que hagas hazlo con talento. Lo tienes. El talento lo tienes”. A Sergio me unía una afinidad: la transgresión. Fue un hombre transgresor. Un subversivo, si cabe decirlo así, ante todo aquello que no podía soportar: la injusticia, la fatuidad, la falsedad, la mentira, el arribismo. Lo dijo bien Raúl Quintanilla en su funeral: que Sergio de Bustamante prefirió “quedarse solo para seguir siendo grande”. De todos conocido en el medio fue cómo Sergio de Bustamante logró que lo contrataran para la Compañía Nacional de Teatro, pegando de gritos (literalmente) en el FONCA porque era inconcebible que un actor de su trayectoria e importancia en México hubiera sido “rechazado” de la CNT por no pertenecer al “grupo de amigos” que la formaban. Se le aceptó. Pero no se le dio ningún proyecto que estuviera a la altura de su estatura creadora. En algún momento quisimos retomar el proyecto de Novo; él mismo intentó promoverlo en la coordinación de teatro del INBA. “No quieren —me dijo—, es que dicen que eres crítico y que los has golpeado mucho, no sé que tenga eso que ver con el hecho de montar una obra como Ecce Novo…, pero así es”. La crítica. “Como decía Hugo (Argüelles), en este país de mediocres, el crítico es una especie en extinción, y quien se queda, quien sobrevive, puede perderse en el hoyo negro —me dijo—. Nadie acepta que le digas que no está bien su trabajo, por eso ya no hay crítica, porque te arriesgas a perder la posibilidad de que se te abran las puertas del sistema, no importa lo bueno que seas o lo talentoso que hayas demostrado ser, entonces o dejas de ser crítico y te conviertes en uno más del rebaño, o te entregas a la marginalidad. A veces es muy difícil luchar contra eso —me miró Sergio—, aunque… hay que luchar”. Sergio había ejercido la crítica a su modo y a veces de manera estentórea y aguda. Pero también, Sergio de Bustamante siempre tenía proyectos. Siempre estaba urdiendo algo nuevo: una película, un libro, una obra de teatro. Sus últimos trabajos, excelentes, fueron La máscara del actor que él escribió y actuó bajo la dirección de Josafat Luna y Saraband de Ingmar Bergman, de la Coordinación Nacional de Teatro, donde tuvo una actuación insuperable al lado de otra gran actriz: Laura Almela. Al morir, no deja “un hueco difícil de llenar”, no, no lo diríamos así. Deja un hueco rebosante de su presencia actoral que impresionaba por la forma estricta con que articulaba a sus personajes. Deja un ejemplo de sabiduría y de lucha. Un amor irrestricto por el teatro y por los artistas jóvenes a los que siempre impulsó con generosidad, como cuando fundó el Foro Eón, en la colonia Condesa, años ochenta, que como ha recordado el dramaturgo atinadísimamente Luis Eduardo Reyes fue semillero de formación para tantísimos actores, directores, escenógrafos y dramaturgos que se formaron a través del teatro independiente, y con el rigor y la destreza de Sergio de Bustamante como capitán del barco. Amigo afectuoso, de gran don de gente y fabulosa conversación, hombre culto, de inteligencia persuasiva, de pulcra figura, Sergio de Bustamante tiene un lugar en la historia del teatro, el cine y la televisión mexicana, único. El lugar de un primer actor que deja el legado de su humanidad, de su humanismo y su pasión por el arte. ¡Descanse en paz, Sergio de Bustamante, maestro!