Carlos Olivares Baró
Mucho se ha dicho del poeta Efraín Huerta (Silao, Guanajuato, 14 de junio, 1914 – Ciudad de México, 3 de febrero, 1982) en su condición de “poeta urbano, erótico y ladino”. Cuando leí una antología de sus versos, publicada en La Habana por Casa de las Américas en los años setenta, me di cuenta que estaba frente a un trovador de lira singular marcada por un furor de arrojadas consonancias. Bastó descubrir las estrofas de “La muchacha ebria” para inscribirlo en el padrón de mis poetas entrañables: yo tenía veinte años, y la palabra, con su “cantidad hechizada”, era el único refugio disponible en una Cuba de Revolución presurosa, discursos antiimperialistas y consignas que me ponían frente a frente a la acechanza trazada por la duda.
La postvanguardia: los salmos de José Lezama Lima y el Grupo de Orígenes (Vitier, Eliseo Diego, García Marruz, Baquero…) despertaba el interés de los jóvenes lectores. Yo deserté de esos desfiladeros estilísticos para refugiarme en Los hombres del alba, un poemario que el guanajuatense había publicado en 1944: rompimiento con todo lo que yo había leído de poesía latinoamericana hasta ese momento. Versículos avenidos con Los hijos de la ira (“Y esta mujer ha despertado en la noche,/ y estaba sola”), de Dámaso Alonso. Me aprendí de memoria “Primer canto de abandono”, “Segundo canto de abandono”, “Tercer canto de abandono”, “Declaración de odio”, “Declaración de amor”, “Tu corazón, penumbra” y, por supuesto, “La muchacha ebria”.
“La muchacha ebria”, poema-racha: “dolor desnudo y terso” que se instala en los crespos de la sed. Las palabras, al montarse sobre las palabras, bosquejan figuraciones: contingencia en la que el acaso se apareja en la imagen: semilla del canto, dilucidación de la luz en las hebras del relámpago. “El poema es un cuerpo resistente frente al tiempo” (Lezama Lima). “La muchacha ebria” poema frunza de Los hombres del alba, libro cardinal en la obra poética del autor de Absoluto amor: “Ciudad que llevas dentro/ mi corazón, mi pena,/ la desgracia verdosa/ de los hombres del alba”.
Gradaciones impresionistas de angustiantes enunciaciones y sombríos gestos sobre la caliza de la noche. “Todo esto no es sino la noche,/ sino la noche grávida de sangre y leche”. Mancillar luciérnagas en el “instante durísimo en que una muchacha grita”. Pocos salmos del postvanguardismo mexicano logran esa oscilante dicción entre lo tiernamente amargo y lo rabiosamente triste. Procacidad verbal: unas veces, empalmada a rudas metáforas (“hombres desnudos, con sólo/ negra barba/ y feas manos de miel se bañan sin angustia”); otras veces, suscrita a recurrentes manchas de huérfanos y agrestes sonrojos (“pecho suave como una mejilla con fiebre/ y sus brazos y piernas con tatuajes/ y su naciente tuberculosis,/ y su dormido sexo de orquídea martirizada”).
Súplica desconsolada urdida con “vidrio molido/ y fúnebres gardenias despedazadas en el umbral de las cantinas”. Versículos embriagados al borde de una exaltación que ondula entre la angustia y la conmiseración. El encuentro de un varón prófugo de la enmohecida habitación matrimonial y una muchacha con un “corazón derretido” en el abatido celaje del abandono: todo ocurre sobre la noctámbula caridad de un anhelo promiscuo y alevoso. Hay evocaciones que son candiles humedecidos: sedimento esplendente de zaguanes nebulosos. Este poema es un ramalazo: “poderoso árbol con espinas plateadas”. Setenta años después de su publicación: un clamor hambriento sigue excitando a los lectores.
¿Es justo el recurrente rótulo de “poeta de la ciudad”?: sí, pero no sólo eso: demasiado simplista el encasillamiento. Si hacemos una retrospectiva del autor de La rosa primitiva (1950) y nos detenemos en un texto crucial como “Amor patria mía” veremos el sentido milagroso de su obra que cobra fuerza en los últimos años de su vida: “En un lugar de tu vientre/ de cuyo nombre no quiero acordarme,/ deposité la seca perla de la demencia” (vaya juguetona glosa cervantina). Alegato de referencias mexicanas y latinoamericanas. “Pero ahora recuerdo: déjame buscar/ el texto de un sinsonte cubano/ llamado José Martí. Aquí está, en su afamado/ Discurso sobre México, de 1891, y haciendo/ la dramática historia desde la Conquista:/ Trescientos años después, un cura,/ ayudado de una mujer y de unos cuantos locos,/ citó su aldea a guerra contra los padres/ que negaban la vida de alma a sus propios hijos”.
Pero, tampoco olvidar el gran poema sobre Rubén Darío, “Responso por un poeta descuartizado”: vuelta madurada a la locución del Modernismo Hispanoamericano y, asimismo, una visita a la displicencia alcohólica. Ese perfil de Huerta: poeta desaliñado estilísticamente, en estos versos se desmiente. Elocuente construcción retórica que, como bien afirma David Huerta, es “el último gran poema modernista”. “Claro está que murió —como deben morir los poetas,/ maldiciendo, blasfemando, mentando madres,/ viendo apariciones, cobijado por las pesadillas./ Claro que así murió y su muerte resuena en las malditas habitaciones/ donde perros, orgías, vino griego, prostitutas francesas, donceles/ y príncipes se rinden/ y le besan los benditos pies”: concluyentes exploraciones enmarcadas dentro de la llamada “poesía conversacional” (Gelman, Cardenal, Benedetti, Retamar…).
Cofundador de la revista Taller junto con Octavio Paz (1914-1998) y Rafael Solana (1915-1992), semilla de la “Generación de Taller” conformada entre otros por el autor de Nuevos cantares, Alberto Quintero Álvarez (1914-1944). “Los poetas de este grupo intentaron reunir en una sola corriente poesía, erotismo y rebelión. Dijeron: la poesía entra en acción” (Octavio Paz en el prólogo de Poesía en movimiento, 1966). Imaginación poética en Huerta que germina en los presupuestos de surrealismo, pero que paulatinamente va edificando una locución de ricas diversidades formales.
Su primer libro Absoluto amor (1935) está dibujado por versículos de piadosa conmiseración con el tiempo y sus preludios (“Las noches sin vida ya rotas/ estallan y extrañas tormentas/ de carne se encuentran sin rumbo/ y sangran espacios sin aire”): amor que se escurre en los contornos de la niebla con la noche testificando el deseo y la ausencia con abono de nombres en los confinamientos.
“Elegía” —el séptimo poema de la sección II de Absoluto amor— cumple 79 años y posee una vigencia prodigiosa; uno de los textos mayores de la literatura mexicana del siglo XX. Las dos últimas estrofas siguen estallando en las esquinas, en los fondeaderos del sueño recurrente que prodiga la orfandad del amor: “—porque el amor es un magnífico manzano/ con frutos de metal envueltos en piel de inteligencia,/ con hojas que recuerdan gravemente el futuro/ y raíces como brazos sumidos en una nieve de santidad—,/ …/ Mi fatiga te gritaría un absoluto amor./ Por el cristal de aumento de la luna/ la sonrisa de Dios estallaría.// Y mi cuerpo se deshace en gota de mañana”.
Poemas prohibidos de amor I, II y III, IV, V: “Amor mío embellécete/ …/ Amor mío, ampárame./ una piedad sin sombra/ de piedad es la vida. Sombra/ de mi deseo, rosa de fuego”. Cuba revelación y la “Sonata tristemente larga por La Habana Vieja”: “Mordedura o desastre, era necesario/ volver a toda hora a aquella latitud de humedades/ …/ De aquí (calle Empedrado) emana un tiempo seco, agridulce y/ bendito,/ como el fuego íntimo de una cima orquestal/ donde arpas, guitarras y laúdes/ penetraran las abiertas heridas de las cosas agónicas”. “Revueltas, sus mitologías” (“De súbito, como una celeste carcajada,/ Revueltas emergió de las claras aguas/ …/ Yo me sentí tristemente/ alegre, porque él, José, fue mi hermano,/ mi tibieza, mi tiempo juvenil y/ mi amor a la vida”. La amistad, una ronda interminable que muerde todas las espirales de los exilios del domingo. Efraín camina presuroso por los mármoles. Sus versos detonan en el clamor del alba hambrienta y sigilosa donde habitan “los ángeles locos y los demonios trasegando absintio”.


