Erick Ampersand

Son ochenta y cuatro textos los que configuran El idioma materno, de Fabio Morábito (Alejandría, 1955), poeta, narrador, traductor y ensayista, publicado recientemente por la editorial Sexto Piso. Se trata de artículos breves, de aproximadamente una cuartilla cada uno, treinta de los cuales aparecieron primero en la revista Ñ, del diario argentino Clarín. En su mayoría las entradas revelan a un hipotético autor que se pregunta por las razones de su escritura, conduciendo al lector desde su infancia hasta su relación con otros escritores, desde su lucha por conseguir un estilo propio, hasta el infinito amor por los libros y los subrayados. Sin nombrarlo de manera precisa, el autor recupera aquella anécdota del escritor norteamericano, E. L. Doctorow en donde su esposa le pedía que escribiera un justificante para el hijo de ambos, ya que había faltado a clases el día anterior. Doctorow se enfrascaba entonces en corregir comas, en cambiar el tono, en sustituir adjetivos, hasta que, viendo el retraso, la mujer le arrancaba el papel de las manos y lo redacta ella misma. Bajo esta metáfora se concentra el soplo esencial de El idioma materno, libro en donde se afirma que “todos aquellos que pretenden escribir el justificante perfecto —continúa su autor— son los únicos a quienes vale la pena leer. Escriben para justificar que escriben, la pluma en una mano y la soga en la otra”.
“¿Por qué soy escritor?”. El narrador recuerda pedazos su niñez para dar con la respuesta. A partir de lo ya escrito mira ese camino de coincidencias que lo marcaron, que lo llevaron de un país a otro, como de un lenguaje al siguiente. Quizá lo que mejor defina a Fabio Morábito, ese brillante mago de las miniaturas, sea su condición de eterno itinerante, de enlace entre los distintos decires. Al final, siempre se termina por pertenecer a la lengua que mejor lo dice, aquella que con mayor fidelidad traduce lo que uno lleva por dentro. No es evidente a simple vista, ni mucho menos a simple decir, pero la vida toda es una lucha entre la veracidad y la verbalidad. Nuestra forma de habitar la palabra es la que determina nuestra relación con el multiverso. Observe por ejemplo cuando un niño se lleva las manos a la boca, con tal de no decir una mentira. En ese momento el lenguaje parecería cobrar una voluntad superior a la suya, como si la creación se resistiera al yugo de su creador. Creo que en esto se refleja la disyuntiva madre del escritor: por un lado resulta esencial dominar ciertas técnicas para creer que se avanza; mientras que, por la otra, es necesario sentir una obstinación entre las letras, ese afán de ser principiante todavía, el jaloneo de riendas y el repiqueteo de los cascos, intuir esa invisible radioactividad que nos lacera al ocuparlas. En tal resistencia se esconde el carácter invicto del verbo, la única posibilidad verdadera para la escritura. Quizá nunca descubramos un elemento químico porque lo nuestro en realidad es provocarlos.
En la niñez uno asimila que un decir puede tener más de un sentido y que un hacer puede contener más de una intención. Casi al mismo tiempo se descubre el otro lado de las palabras como el de las personas. El escritor que intente corregir a los hombres corrigiendo a las primeras, podría estar atado a esta disociación. Mentira y polisemia comparten lazos profundos. En ambos casos, lo que cambia es el fondo, aunque la apariencia lo disimule. Cuando el escritor indaga sobre las raíces de su oficio tiende a adoptar la silueta del uróboro. Existe la posibilidad de destruirse en el intento, pero también la de construir la metáfora más sublime sobre la vida, de cerrar esa línea gramática que firma el justificante perfecto. La primera obligación de un libro es sostener a sus predecesores, al tiempo que abre una brecha para los venideros: El idioma materno es un pilar de biblioteca. La palabra puede ser corrosiva para el cuerpo, pero también gestora de patrias individuales: la tierra madre del idioma.

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