Erick Ampersand

Han transcurrido ciento veinte años de la primera edición en francés de El libro de Monelle (1894). Emprender la tarea para abordar a fondo este libro recordará que su autor, el ensayista, biógrafo y crítico literario, Mayer André Marcel Schwob (Chaville, 1867-París, 1905) murió a los treinta y siete años, sin tiempo para completar sus múltiples proyectos, pero sí para reclamar a André Gide un plagio en Los alimentos terrestres (1897). Ya sobre esta línea lo pertinente sería subrayar la influencia del autor en otros escritores, desde Georges Perec hasta Antonio Tabucchi, pasando por Álvaro Cunqueiro, Pierre Michon, Enrique Vila-Matas y Gonçalo M. Tavares, sin olvidar esas múltiples correlaciones entre La cruzada de los niños (1895) y Mientras agonizo (1930) de William Faulkner, o Vidas imaginarias (1896) y la Historia universal de la infamia (1935) de Jorge Luis Borges. Valdría la pena colocar aquella frase del memorista argentino en donde afirmaba que “En todas partes del mundo hay devotos de Marcel Schwob que constituyen pequeñas sociedades secretas”. Sería práctico enfatizar para dichos cenáculos que a finales de 2013, la Dirección General de Publicaciones de conaculta publicó en su colección “Clásicos para hoy” una versión de Le livre de Monelle bajo la traducción de Teba Bronstein.
Como segundo párrafo y constituyendo el cuerpo esencial del texto se colocaría un análisis de la propia Monelle, ya que esta es la figura que articula las tres secciones del libro. Empezaría por “Palabras de Monelle”, en donde una serie de oraciones cortas dan pie a la figura de la hetaira, esto en el sentido más griego del término, es decir, aquella que mediante paradojas revela su místico y doloroso conocimiento. A continuación estaría la parte de “Las hermanas de Monelle” en donde Schwob construye relatos breves y precisos con un eje paralelo en común: la femineidad rebelde y sublime, a la vez que caprichosa y seductora. Bajo distintos nombres veremos a una misma niña, esa cuyo cuerpo está cambiando, esa que aún no entiende su propio atractivo, en quien el deseo erótico permanece en estado larvario; esta característica se emparentará en muy pocas líneas con Las aventuras de Alicia en el país de la maravillas (1865) de Lewis Carroll y Lolita (1955) de Vladimir Nabokov. A modo de coda, la tercera parte del libro cerrará con “Monelle”, una despedida poética con la que el autor asume su luto. Sólo hasta que el lector conozca dichos fragmentos, el hipotético autor del texto podría introducir que Monelle es una versión idealizada de Louise, una joven obrera de la que el escritor se enamoró en 1890 y con la que sostuvo una relación de amor-explotación, paternalidad-sexualidad, protección-codependencia. Se dirá entonces que ella se prostituyó en muchas ocasiones y que de vez en cuando le escribió cartas a Schwob en las que le decía lo mismo que su zapato se había roto, que su peluche estaba tuerto, que buscaba por doquier botones y suelas para remediar las situaciones y que deseaba tenerlo metido entre las piernas muy pronto. Todo con innumerables diminutivos y dibujos de crayones en los márgenes.
Nadie podría olvidar que el mismo Schwob la cuidó durante los últimos días, que permaneció a su lado en la buhardilla que ella alquilaba en la Rue des Boulangers hasta aquel 7 de diciembre de 1883, cuando a los 25 años falleció víctima de tuberculosis. Para darle un ligero toque romántico-cliché se podría describir la escena en donde Schwob sale de la habitación aquella noche y se lleva todas las muñecas de Louise, figuras sobre las cuales construiría a las “hermanas de Monelle”. Poco a poco se propondría la idea de que el autor siempre estuvo atrapado en su idea de la infancia, que lo que en realidad lo ataba a Louise
—habiendo tantas otras meretrices— era que ella le permitía ser infantil sin temor, sin el estigma social de la época, por no hablar de ese posible rechazo entre la clase ilustrada a la que el autor pertenecía, entre los que destacan Anatole France, Jules Renard, Paul Verlaine y Guillaume Apollinaire, quien lo definió como “el padre de una poesía distinta”. Sin embargo, más que padre, el autor quería ser su propio hijo. Por ello la joven Louise lo devolvía a su añorada niñez, a ese periodo por demás prodigioso en donde leyó cantidad de libros —su tío era el jefe de la Biblioteca Mazarine del Instituto de Francia— y en la cual aprendió de manera precoz diversas lenguas, factor que más tarde le permitiría traducir a Defoe, Shakespeare y Stevenson, entre otros. Si el escritor del texto dejara al final al autor de La isla del tesoro (1883) bien podría unir esas dos ramas decisivas en la vida de Schwob: por un lado, la bien documentada relación epistolar entre ambos; por el otro, la no confirmada
—mas no por ello menos luminosa— relación de admiración erótica hacia éste, misma que saciaba a través de Louise, la prostituta. Así pues, ella no sólo era ese Edén sin palabras del placer, esa madre-hija-fecunda, sino también un camino espiral para llegar su amado, Robert Louis Stevenson. La postura quizá provoque un levantamiento de ceja entre los más petulantes, señal franca de protesta, pero eso sólo confirmará su incomprensión de la ficción biográfica en las Vidas minúsculas.
Debido a que diversos estudios neurológicos sugieren que encontramos placenteras las historias “redondas”, esas que invitan a releer los hechos iniciales a la luz de los más antiguos, en la parte final del texto habría que mencionar el matrimonio entre el autor y la actriz Marguerita Morena, cosa que a menudo se destaca, pero que esta vez  sólo se expondría de pasada con tal de decir que era precisamente a ella a quien le escribió Schwob desde el barco Ville de la Ciotat, durante 1903, fecha en la que zarpó hacia Samoa para visitar el último refugio de Stevenson. Sería necesario proponer que dicho recorrido es a la vez un viaje de maduración y un viaje de luto, cosas que a menudo van de la mano. Por un lado Schwob busca aplacar la niñez que lleva dentro —37 años y una esposa esperándolo en Europa—; mientras que también intenta despedirse del maestro-amado, de la niña-amada, de los ancestros metafóricos. Schwob se obliga a crecer, a ser otro, a negar una parte de sí y a cerrar ese gran ciclo. Tras muchas dificultades llegará a la isla, pero una vez ahí no se atreverá a ver la tumba del “Tusitala”; los locales le ofrecerán su ayuda, pensando que un cuerpo tan frágil no puede alcanzar lo más alto del monte. Sin embargo, para el escritor el sentido del trayecto ya está realizado, no hay más cima que la que ahora vislumbra: el duelo es el único camino hacia uno mismo. No necesita ver el lugar de la muerte, la lleva entre los ojos. Ha empezado a crecer pero también a despedirse. Regresará a París y morirá pocos meses después, como si en la travesía hubiera envejecido de pronto. Su biógrafo, el historiador Pierre Champion, dirá en una entrevista que Schwob pronosticó una imposibilidad de entender lo que él sintió por Monelle, pues tal forma del amor es inusual entre los hombres, además de desligada de las buenas costumbres. No se ama de tal forma a una mujer como Louise, una que pierde su juventud en cuestión de días. No se olvida el espectáculo de ver morir a un niño como si fuera un anciano. Estoy seguro de que Schwob tenía (y tiene) la razón. Pero a 120 años del hecho, alguien debería hacer un intento por llevar a cabo esta tarea.

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