Al poner el servicio de la telefonía, la televisión y el Internet al alcance de la mayoría de los mexicanos, sobre todo de los más pobres, la nueva Ley de Telecomunicaciones incorpora a una cantidad impresionante de hombres y mujeres de todas las edades y de todos los estratos a la revolución más trascendente del siglo xxi.
Se trata de una revolución tecnológica que impactará todas y cada una de las esferas de la vida pública y privada. La actividad económica, financiera, intelectual, política, académica y de seguridad.
El ruido que hicieron los partidos de oposición al convertir el tema de la preponderancia en la principal arena de confrontación impidió que la sociedad entendiera y valorara los beneficios de una ley que fue pensada y redactada para beneficiar, principalmente, a los consumidores.
La preponderancia, al final del día, quedó convertida en un falso debate; sobre todo, porque en muchos momentos dejó de ser una discusión técnica para convertirse en una lucha política, de poder —cada quien sus monopolios—, donde los críticos de la reforma se olvidaron del ciudadano.
Esta revolución, como todas las revoluciones, tiene su origen en lo económico, pero la repercusión será inevitablemente humana y cultural. Por ejemplo, al dejar de pagar larga distancia tanto en celulares como en telefonía fija, la comunicación humana podrá ser más estrecha y frecuente. ¿Cuántos campesinos cuyos hijos han tenido que ir a trabajar a las grandes urbes sólo pueden entrar en contacto con ellos esporádicamente por el costo del lada?
La nueva ley responde también a lo que los especialistas han definido como el futuro de las telecomunicaciones: Internet. La red de redes, además de que estará disponible en un número mayor de parques, plazas y edificios públicos, será gratuita, lo que implica un salto en la democracia.
Significa facilitar el acceso a la información, léase educación, léase libertad de expresión, léase derecho a la información y a tomar decisiones en la vida diaria, profesional o política más fundamentadas.
Hay quienes opinan que la Ley Telecom incluye medidas autoritarias que atentan contra la libertad de expresión y los derechos individuales porque posibilita que el gobierno espíe las conversaciones o correos, pueda bloquear celulares e Internet.
Ese tipo de quejas deberían de ir a ponerlas a China donde sí existe un filtro muy poderoso a internet al que llaman El Gran Cortafuegos, el Great Wall, que impide al internauta tener acceso a temas y palabras prohibidas por el régimen.
Después de que la izquierda se infligió un autogol al votar en contra de una ley en la cual ella misma participó en la redacción, sus adherentes, es decir, ciertas ONG, andan muy activas denunciando que el gobierno podrá geolocalizar, bloquear, intervenir teléfonos celulares en tiempo real.
Efectivamente, en el título octavo de la nueva ley, que se refiere a la colaboración con la justicia, se obliga a los concesionarios a colaborar para “realizar la suspensión inmediata del servicio de telefonía… para hacer cesar la comisión de delitos…”
Sin embargo, más que un atentado a los derechos humanos —como buscan hacerlo ver los hambrientos de notoriedad y protagonismo—, es una medida que hasta pudo quedarse corta en términos de seguridad nacional. ¿O acaso quienes confunden justicia con autoritarismo pretenden que al crimen organizado —trátese de narcotráfico, comercio de personas, pornografía infantil, explotación laboral…— se le den todas las facilidades para delinquir?
Es pronto, demasiado pronto, para conocer los cambios que se producirán cuando la mayoría de los 112 millones de mexicanos (INEGI 2010) que viven en el territorio tengan acceso a las nuevas tecnologías de comunicación. Se advierte, sin embargo, que el país ha entrado de lleno en una revolución informativa fascinante que puede llegar a cambiar la esencia y el rostro nacional.