Tenemos para dar y repartir

 

Mireille Roccatti

Entre el impasse mundialista y las discusiones legislativas en torno a la legislación secundaria de las reformas constitucionales del año pasado, pasó casi indvertida la conclusión del proceso de registro ante el flamante INE, de tres nuevas fuerzas políticas que lograron con ello participar como partidos en las elecciones del 2015.

Una de ellas, Morena, tiene una fuerza indiscutible que habrá de reflejarse en las urnas; la sangría de militantes y de votos tanto al PRD, como al PT y a MC, al final sólo debilitará las izquierdas, aunque habrá que reconocer que Morena, por su congruencia con sus postulados ideológicos, podría ubicarse como la principal fuerza de esa corriente que tiene raíces muy firmes en el México profundo.

Respecto de las otras fuerzas políticas, poco es lo que puede decirse; una de ellas, se formó con prófugos del apostolado agrarista priista, que luego crearon otra malhadada estructura política, que perdió el registro tras una disputa interna y aún deben una explicación del destino de los bienes adquiridos con los recursos de las prerrogativas.

La restante parece por su origen confesional una violación a la normatividad que prohíbe a los ministros de culto asociarse en partidos políticos y cuyo dirigente ha sido en el pasado inhabilitado; eso no es novedoso pues, en la práctica, tuvimos un pastor evangélico como gobernador, el cual se alzó con el santo y las limosnas.

Parodiando la sentencia popular: éramos muchos y parió la abuela. En efecto, estimo que con los siete partidos políticos que tenemos, PRI, PAN, PRD, PV, PT, MC y Panal, tenemos para dar y repartir, sin embargo, también creo que se vale que existan todas las formaciones políticas, mientras alcancen sufragios suficientes.

La sociedad observa, hasta ahora pasmada, pero luego vendrá un tsunami crítico, el anuncio de que los nuevos partidos habrán de recibir cerca de 40 millones de pesos cada uno, para sus gastos operativos y de campaña, los cuales, dicen, tendrán que comprobar adecuadamente.

Por otra parte, los recientes procesos electorales en Nayarit y Coahuila pasaron mediáticamente inadvertidos, ante la algarabía y estridencia del trabajo legislativo. Una vez más observamos el triunfo pragmático de las alianzas locales o regionales entre PAN y PRD, que se unen sólo para derrotar el PRI.

Lo anterior resulta totalmente reprobable en nuestra incipiente democracia porque se banalizan las alianzas electorales como instrumento democrático para avanzar en las transiciones. Así, los procesos de alianza política sólo se desnudan como factor sobre el cual se construyeron triunfos electorales pasajeros y falsas expectativas democráticas. El caso de Puebla, Oaxaca y Sinaloa es muestra palpable de ello.

Las alianzas políticas entre los partidos son prácticas usuales en las democracias parlamentarias o semiparlamentarias, mediante las cuales las fuerzas políticas partidarias —las más de las veces afines— se coaligan para alcanzar el poder o subir sus votaciones y, por ende, acrecentar sus bancadas parlamentarias. En México no resultan novedosas.

La esencia democrática de las alianzas es que permiten la convergencia en un programa de gobierno que se oferta al electorado, basado en una plataforma de coincidencias ideológicas y que supone una alianza parlamentaria para modificar condiciones o leyes o un gobierno de coalición para realizar transformaciones pactadas.