Bernardo González Solano
Si el siglo XXI todavía se encontrara en la Edad de Bronce, es posible que en los altos mandos militares el futuro se tratara de conocer lanzando las runas, como práctica mágica que aunque parezca increíble siempre ha acompañado al hombre. Como maldición gitana, tal parece que Irak —la antigua Mesopotamia, la “cuna de la civilización que comprendía principalmente lo que ahora es territorio iraquí, y parte de Irán, Turquía y Siria— se empeña en “perseguir” a la superpotencia militar estadounidense. Barack Hussein Obama es el cuarto presidente, sucesivamente, de Estados Unidos de América (EUA), en ordenar una acción militar en “este cementerio de la ambición americana”, como escribió Peter Baker, en el periódico The New York Times. Los últimos sucesos militares —el lanzamiento de bombas desde aviones militares de Estados Unidos a posiciones yihadistas del Estado Islámico en territorio iraquí— demuestran hasta que punto es difícil para la primera potencia bélica de la Tierra escapar a su condición de gendarme militar mundial.
Después de asistir con relativa pasividad a la instauración de un “califato” suní en Irak y en Siria —sin fronteras definidas—, y posteriormente al avance de los yihadistas del Estado Islámico (EI), bruscamente la comunidad internacional despertó. Elegido en 2008 bajo la promesa de retirar las tropas estadounidenses de Irak, el primer afroamericano en llegar a la Casa Blanca, juró no regresar sus fuerzas a este país, para “poner fin a las guerras estúpidas” como las que ordenó su antecesor, George W. Bush en la “cuna de la civilización”. Obama ha considerado su decisión de retirar sus contingentes militares de tierras iraquíes como una de sus más importantes misiones. “Fui elegido para terminar guerras, no para iniciarlas”, acostumbra decir a quienes le reprochan haber orquestado un retiro estratégico del Tío Sam en el extranjero.
Pero, las promesas de los políticos en todo el mundo no duran mucho, son efímeras. El jueves 7 de agosto, en el East Room de la residencia presidencial en Washington, D.C., poco antes de iniciar sus vacaciones veraniegas, un Barack Obama de duros rasgos faciales, se dirigió a sus conciudadanos para anunciar una nueva nueva forma de compromiso militar “limitado” en Irak, sin despliegue de tropas por tierra. Decisión que esa misma tarde se tradujo en el lanzamiento con paracaídas de ayuda humanitaria para miles de civiles de la minoría religiosa yazadí sitiada y en riesgo de quedarse sin agua y comida en el monte Sinjar en el noroeste de Irak.
Asimismo, ante el espectacular avance del EI en territorio kurdo y a su amenazante cercanía hacia Erbil, el presidente Obama autorizó al Pentágono realizar ataques limitados contra las posiciones de los islamistas “si fuera necesario”, a la vez para proteger el personal estadounidense estacionado en Irak y aliviar la presión sobre los milicianos kurdos (peshmergas); a los yazadíes (que muchos musulmanes los consideran “adoradores del diablo”, falso mito que los coloca en el blanco de los fanáticos del EI, aunque no deja de ser cierto que el hermetismo del que rodean sus ceremonias y creencias los convierten en una de las sectas religiosas más misteriosas de la zona) y las minorías cristianas en peligro (aproximadamente 400 mil estigmatizados por los yihadistas con la “N” árabe (N, de nazareno, marcada en las puertas de sus hogares); también a los chabaquíes chíies con su propio idioma y tradiciones pero que son acusados por algunos suníes de extremistas; así como a los turcomanos, la tercera etnia mayoritaria en Irak (2.5 millones de personas), de origen turco y su lengua, un dialecto del turco: de religión mayoritariamente musulmana aunque cuenta con cristianos. Y los mandeos, una de las comunidades religiosas más antiguas de Mesopotamia. Bajo el régimen de Sadam Husein, los mandeos gozaron de libertad, pero su carácter pacífico y sin milicias militares que les protejan los ponen al borde de la aniquilación.
Así las cosas, por órdenes de Obama, la aviación estadounidense lanzó el viernes 8 de agosto sus dos primeras tandas de “ataques aéreos selectivos” sobre blancos yihadistas del EI en el norte de Irak, desde su portaaviones más moderno, en aguas del Golfo Pérsico, el George H.W. Bush, gigantesco buque de guerra de propulsión nuclear, uno de diez. Este navío, botado en 2006, entró en servicio en la armada del Tío Sam el 10 de enero de 2009 y, hasta el momento, es el portaaviones más moderno y capacitado de sus fuerzas navales: 333 metros de eslora, manga de 76,8 metros y 100,000 toneladas de desplazamiento. Con 3,200 tripulantes y capacidad para albergar unas 90 aeronaves. Se despliega en el área de operaciones de la Quinta Flota de Estados Unidos desde el 15 de febrero pasado. La Quinta Flota, con base en Bahrein, es responsable de las fuerzas navales estadounidenses en el Golfo Pérsico, Mar Rojo, Mar Arábigo y la parte oriental de Africa. Este tipo de portaaviones cuenta con seis tipos diferentes de aeronaves: 1— aviones de combate F/A-18 C Hornet y F/A-18 E/F Super Hornet, encargados de atacar posiciones enemigas, bombardear blancos fijos 2— guerra aérea, como los que el viernes 9 de agosto bombardearon posiciones yihadistas del EI; 3— aviones de guerra electrónica EA-6B Prowler: interfieren comunicaciones enemigas, confunde radares aéreos y terrestres, impide que las baterías antiaéreas obtengan los datos precisos para disparar y eliminan radares con el uso de armas antirradiación; 4— aviones de alerta temprana en el aire E-2C “Hawkeyes”, utilizados para detectar aeronaves “intrusas” en el espacio aéreo de despliegue. Su radar permite distinguir entre aviones “amigos” u “hostiles” a cientos de kilómetros de distancia; 5— helicópteros MH-60R “Seahawk” y MH-60-S “Nightawk” 6— aviones de transporte y carga C-2A “Greyhound”, para tareas logísticas.
Obama sabe muy bien que una buena parte de la población de Estados Unidos, y especialmente sus votantes, está en contra de otra intervención militar de su país en cualquier parte del mundo y sobre todo en Irak, tras ocho años de una guerra mal conducida que se cobró la vida de 4,486 jóvenes soldados estadounidenses. Por ello, la tensión política interna entre fuerzas contrapuestas convierten a Obama en un guerrero reticente. Aunque algunos no lo consideren así (y vean en la decisión presidencial razones ocultas que tiene que ver más, como siempre, con ganancias petroleras que con motivos humanitarios), el mandatario se ve forzado a intervenir, y la crisis en Irak justifica tomar medidas, pero, insiste, lo hace mediante ataques limitados, sin tropas en el terreno, e insistiendo, con prudencia, en que los iraquíes deben cargar con el peso del conflicto.
Además, Obama ya no es un novato en estas lides como cuando tomó el poder hace seis años, pero ni él mismo, como comandante en jefe de Estados Unidos de América, sabe cuándo terminará, ni cómo la primera intervención estadounidense desde los bombardeos en Libia, hace tres años. No existen soluciones rápidas ni fáciles, como lo advierte él mismo, en un enfrentamiento que la Unión Americana quería olvidar y que puede acabar definiendo la herencia de Obama cuando termine su segundo y último periodo de gobierno en enero de 2017.
En la conferencia de prensa, Obama dijo: “No creo que resolvamos este problema en unas semanas. Requerirá algún tiempo…Este es un proyecto a largo plazo…No quiero dedicarme a ser la fuerza aérea iraquí”. Como sea, menos de tres años después de la retirada de tropas de la Unión Americana, las bombas del vituperado Tío Sam vuelven a estallar en Irak. Así, Estados Unidos regresa a una guerra que empezó en 2003, con muchos miles de muertos, dividió a los estadounidenses y traumatizó a la primera potencia militar del planeta al grado de quitarle cualquier interés para nuevas aventuras bélicas, y mucho menos en la patria del ahorcado Sadam Husein, del que nunca se encontraron las armas químicas que dieron pie para que George Bush declarara aquella “guerra estúpida”, según dijo el mismo Obama.
Bien se dice que no hay que escupir al cielo porque la saliva puede caerte en la cara. Cuando Obama ganó las elecciones en 2008 prometió acabar la guerra en Irak. Lo cumplió, y cuando en 2011 los últimos soldados estaban a punto de marchar de la antigua Persia, el ya incipiente canoso presidente —ahora con muchas canas más por su propósito de conducir la política exterior en un mundo cada vez más convulso que ya no respeta o teme, como hasta hace poco, al último Imperio—, celebró haber dejado “un Irak soberano, estable, capaz de valerse por si mismo”. Tal parece que no era así. La realidad iraquí afirma algo muy diferente.
La política exterior de Obama está muy condicionada y no solo por el fracaso de Bush en Irak. Desde la negativa a involucrarse en la guerra civil de Siria—que ya suma cerca de los 180 mil muertos— hasta los planes de retirarse de Afganistán y la defensa del multilateralismo y las instituciones internacionales en la política exterior, todo se explicaba por el deseo de no repetir la experiencia de Irak, una guerra unilateral que terminó sin victoria.
La preocupación, ahora, es saber qué ocurrirá si los primeros ataques no logran su objetivo. ¿Habrá más bombardeos? ¿Hasta cuándo? ¿Terminará Estados Unidos enviando tropas? Lo mismo que se preguntan cuando empieza una guerra. Se sabe cuándo empiezan pero no cuándo terminan. Una vieja historia. VALE.
