Ricardo Garibay

Para Miguel Ángel Muñoz y para Tinta Seca, que es parte de su mucho y buen trabajo en Cuernavaca.

Nada tan desconcertante como ver, de pronto, que no ha pasado el tiempo, y las cosas, hoy, pueden decirse como se dijeron ayer. Algo en eso se ha petrificado. Y nos espanta del mismo modo que nos espanta el cambio súbito y violento que hace irreconocible lo que se tenía delante.
Juzgue el generoso lector cómo la lamentación no se ha movido un milímetro, y por ella se puede añorar del mismo modo que hace veinticinco años, cuando escribí lo que sigue.
Por donde corre el periférico, a la altura de Alfonso XIII, había un pueblillo de burras lecheras y portales de adobes. Nunca he logrado imaginar cómo pudo desaparecer tan de plano esa brizna del siglo XIX; a un grito de mi casa, hombres con sombrero de charro y mujeres de enaguas de colores. Más arriba estaba la Barranca del Muerto, de pozas verdes y hondas y canciones de lavanderas todo el día. Y más abajo el invernadero, y hacia el oriente Insurgentes, allá de llanos torvos, basureros, pobreríos azorados de vernos pisar con el traje de baño al hombro, rumbo a la alberca Aragón.
En el invernadero estudiábamos, años después. Mañanas y tardes entre cedros, bajo luz de diciembres amarillos, anhelando qué sé yo cuando pasaba el tren pitando y yo maldecía mis códigos civiles. Tal vez de ahí que no acabara en abogado. De ahí y de Mascarones: patio con árboles, rumores de frondas y Antonio Caso apoyado en su bastón: ¿Me preguntáis qué es idiosincrasia en los filósofos? Su egiptismo, su egiptismo, su inconsciencia del devenir…”.
San Cosme era el amor por Isabel, por Mariana, por Martha; era los versos duros y salir a las calles de la aldea de un millón de habitantes, hacia arriba y lejos, hasta Las Lomas, disputando por un punto —y— coma o “mira, en música un movimiento perpetuo debe estar apoyado, en primer lugar…”.
Entonces caminábamos. Ciudad satélite era barrancas y colinas hacia Los Remedios. Pellicer se detenía en cada jacal a comprar minúsculos cacharros prehispánicos. Esperábamos el último sol trepados en el acueducto, cantando horriblemente a dos voces el alegretto de la Séptima.
¿Quién decía: “Nos la han cambiado, nos han cambiado nuestra ciudad. Antes era toda horizontes; ahora es un laberinto ciego de aceras y fachadas”? Porque mi infancia se puebla de llanos, y de jardines mi adolescencia; jardines y llanos desaparecidos para siempre. Caseríos, caseríos de edad adulta sin aire ni gracia.
No que me duela este cuento del progreso, desarrollo, industria y automóviles; no. Es mejor esta ciudad que aquella donde la Sinfónica de Chávez era el centro del mundo, y el café de chinos la parada obligatoria, y El Ulises de Joyce recién llegado. Es mejor esta ciudad donde ya no cabe una novela policiaca. Pero aquella, pues, la del prestigio postrero de Vasconcelos, como que era la misma ciudad que pisaron muchas generaciones anteriores: la del Ateneo, por ejemplo, la del suicidio de Acuña, la de Micrós y la Musa Callejera, la de la Esquina Chata; casi casi la misma ciudad donde el diablo Mantelillos surtía de pícaras acechanzas los conventos de nuestro principio.
Todo tiempo presente es el mejor, cierto; pero, la nostalgia ¿quién la quita? Cómo no temblar, y valga la semejanza, con el nicaragüense Mejía Sánchez, cuando dice: “Ya nunca tendré doce/ ni trece/ ni catorce/ años los más felices de tu pelo…”.

Este artículo lo publicamos —con autorización del poeta Miguel Ángel Muñoz—, a propósito
de los quince años del fallecimiento
del escritor Ricardo Garibay.