Gonzalo Valdés Medellín
William Shakespeare escribió no pocas obras destinadas a la inmortalidad y al paso del tiempo, a la constante valoración (revaloración o revisitación). A 450 años de su nacimiento, Shakespeare es un escritor en esencia siempre vigente por grandes e inagotables temas que en sus dramas aborda: el amor y la pasión; la política y la traición; la juventud y la decadencia; la avaricia y el poder…
Hamlet y Romeo y Julieta son dos muestras clave de la permanencia y preeminencia de Shakespeare a través de los siglos y como un ejemplo constante —y atinado— de un discurso literario perfectamente estructurado y sólidamente enraizado a la condición humana.
En Romeo y Julieta las explosiones del amor juvenil arman la historia, pero apuntalada por la pugna de dos familias enemigas, justamente las de cada protagonista, respectivamente: Romeo Capuleto y Julieta Montesco.
La rivalidad, en muchas ocasiones, no lanza mayor explicación que la mezquindad, la envidia, el rencor y, como emociones negativas, suelen ser ciegas realidades de la condición humana
—muchas veces violentas—, al grado de incurrir en sangrientos sucesos, como es el caso.
Sin embargo, poco importan en Romeo y Julieta las disputas de las adversarias familias, si enfocamos la pieza desde el romance, pues, de o ser porque Romeo se enamora de Julieta y ella corresponde de manera desbordada a este flechazo, a este amor loco, a primera vista, la historia no tendría ningún sentido.
La lealtad a sus propios sentimientos conduce a los protagonistas a un encadenamiento de sucesos, asesinatos, muertes inesperadas de las que ni ellos mismos podrán escapar, presos ya ni siquiera de la rivalidad familiar, sino del juego del destino, de la infausta ironía que, sin saberlo ellos, esconde su prohibida (por las convenciones sociales de su entorno) historia de amor.
Romeo es un joven impetuoso. En principio enamorado el amor, después abismado a la pasión, esa quimera que, bien le hace decir Shakespeare, ennubla la razón, enceguece, esclaviza el corazón.
Julieta no es distinta: encarna la sinrazón del amor porque el amor no puede entender razones en la juventud, más que la juventud misma que para apresar el deseo del amor, la savia de la pasión, no teme incluso en retar a la misma muerte, si sólo así logrará consumar su destino.
Muerte, más que vida, parecería ser el sino trágico de Romeo y Julieta, insalvable, como todo sino trágico, pero sentenciado a la eternidad en sus consecuencias ulteriores. Ambos mueren por amor, pero también víctimas de la incomprensión, la intolerancia, el odio, pero sobre todo, víctimas de los equívocos, las confusiones, la incomunicación.
Shakespeare teje con luminosidad su tragedia de equivocaciones. Julieta se anticipa a creer que su amado ha muerto, no tiene la certeza, pero lo cree y al creerlo firmemente, barrunta que la vida para ella ya no tiene ningún sentido: la muerte es el siguiente paso, una muerte absurda pero, por amor, lógica y sublime, a cuya seducción el mismo Romeo no puede desligarse y muere también, abrazando el suicidio que es el dios de los amantes.
En la juventud el amor prevalece, y la búsqueda del amor es una aprehensión irrevocable. En la juventud el amor es eterno. Eterniza al ser amado. Eterniza a los amantes. Eterniza la vida. Eterniza.
Los personajes de William Shakespeare son eternos. Romeo y Julieta marcó la eternidad de Shakespeare sustentando su aliento poético, su genio creativo, desde su ímpetu juvenil, en la pureza de la juventud.


