Patricia Gutiérrez-Otero

¿Qué hace uno si su hogar, el lugar donde habita y donde habitaron sus padres y abuelos va a ser arrasado por un buldócer y una maquinaria frente a la cual cada miembro de la familia se siente diminuto? Nosotros, seres urbanos, hijos del individualismo moderno y capitalista (que nos guste o no este sistema de producción debía basarse en el individuo o a lo mucho en la célula social que es la familia nuclear) trataríamos de recurrir a la ley, y si ésta no nos favorece de llegar a componendas ilegales a base de compadrazgos y mordidas; si nada de esto funciona, deberíamos aceptar la miseria que el Estado o la oligarquía quiera darnos y llegar al acuerdo que mejor nos beneficiara so pena de ser lanzados a la calle con lo que llevamos puesto, o casi.
Los pueblos nos enseñan otra manera de proceder. No decimos que ellos hayan bajado del cielo y que estén libres de errores y vicios humanos. Simplemente su lógica es diferente porque muchos de ellos, no todos, viven al ritmo y según las formas de lo comunitario, empezando por familias amplias, por lazos sociales que se fortalecen de diversas maneras (desde un real compadrazgo, los apoyos vecinales, las fiestas religiosas y seglares, la veneración a los ancestros y a los muertos que dan unidad más allá de este tiempo). Este solo ser comunitario, dentro del cual puede haber también sus dificultades, es sin embargo un acto de resistencia frente a la hegemonía cultural que, arrasadora, pretende barrer con las diferencias.
Este fin de semana dos eventos me confirmaron en esta visión y en que, incluso, un pueblo puede aprender de otro, pues, como ya mencionaba, en algunos la actitud de resistencia es más fuerte que en otros.
Por una parte, en San Pedro y San Andrés Cholula, Estado de Puebla, el domingo 24 se realizó un acto de habitantes de estos municipios para no perder su poder sobre su propio territorio, su casa, la tierra de sus ancestros que dejaron el legado de múltiples pirámides encimadas una sobre la otra lo que da testimonio de las diversas culturas que fueron asentándose en el lugar. Esas pirámides conforman una extensa base de cuatrocientos por lado, y es como el humus del pueblo de Cholula. Los cho­­lul­tecas saben que lu­chan contra un buldócer, por eso se unen los de San Pedro y los de San Andrés, por eso aceptan que acudan vecinos de Puebla, y asociaciones civiles que deciden apoyarlos. Su actividad fue mayoritariamente en silencio y con veladoras y duró hasta altas horas de la noche.
Por otra parte, en Morelos, los comerciantes del aguerrido pueblo de Tepoztlán montan, en el atrio de su magnífico convento dominico del siglo XVI, su retablo anual de la Natividad. Niños, jóvenes, mujeres, viejos emplean el maíz y los frijoles de todos colores: morado, blanco, amarillo, rojo… Unas doscientas variedades de semillas. Su posición, el tamaño, el color, el orden, todo es importante. Si alguien no lo hace bien, se deshace y se vuelve a hacer. Un arquitecto diseña, año con año, el retablo, que esta vez tiene a los costados unas hermosas serpientes emplumadas. Los mayores supervisan la factura. Los niños aprenden desde los seis años porque los mayores dicen “hay que conservar la tradición del pueblo, hay que aprender a hacerlo, aunque entre nosotros tengamos problemas”. Esa fuerza ha hecho que ese pueblo haya echado atrás un campo de golf, entre otros megaproyectos que les han querido imponer.
Hacer una valla y encender velas para salvaguardar una inmensa base piramidal; sentarse un mes a formar con esmero y gratuidad un retablo con las semillas de la tierra de Tepoztlán es crear resistencia, uniendo a la familia, a los vecinos, a los compadres, al pueblo y a los amigos de éste.
Además, opino que se respeten los Acuerdos de San Andrés, que se revisen a fondo y dialógicamente todas las reformas impuestas por el gobierno, que se ponga en marcha la Ley de víctimas.

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