Ignacio Solares
Hace treinta años murió el gran torero Valente Arellano. Como mínimo homenaje reproduzco el artículo que publiqué en la revista Somos Somex a los dos días de su trágica muerte. Valente era un volcán de pasión y de torería y hoy tendría cincuenta años; o sea, que murió a los veinte, siendo ya una figura.
Todo accidente implica un orden imprevisto. Nada tan fascinante como intentar descifrarlo: el accidente, como el sueño, es sin remedio una manifestación abierta del inconsciente (con una gota de cálculo, es obvio, dejaría de ser accidente). Algunas de las mejores novelas policiacas van por este rumbo: “Él no sabía que deseaba matarla”, dice Philo Vance al final de una novela de S.S. Van Dine, entregándonos la clave del enigma y dándole al asesino una dimensión humana que no sospechábamos en un inicio: quizá no sabía que deseaba matarla… porque no sabía cuánto la amaba.
La mayor virtud de este juego dialéctico es que, como se verá, no hay manera de estancarse en una conclusión: siempre hay más de fondo… mar de fondo.
Hace dos días se mató el torero Valente Arellano en un accidente de motocicleta: iba a más de cien kilómetros por hora en una avenida con camellón. Su estilo para conducir la motocicleta no fue muy diferente al que tenía para interpretar el toreo. Por eso le trajo un poco de luz a una fiesta ya tan apagada.
Los comentarios en general, aparte de los “pobreteos”, versaron sobre el punto que mencionábamos al principio:
—Ese muchacho se quería morir.
Sin embargo, ¿de veras quería morir? Bastaba conocerlo un poco, o sólo verlo torear, para descubrir que lo que más deseaba era vivir. El mayor peligro que corría era precisamente ese amor ciego, arrebatado, por la vida (¿no es común, por el contrario, que el deseo de morir crea miedo a la muerte?). La tragedia que adivinábamos nacía de su desdén por el peligro, no de su lucha contra él. Los toreros deben de vencer el miedo. Valente no podía vencer lo que no conocía.
Hasta cuando hablaba de la muerte —en un programa de televisión le preguntaron insistentemente sobre ella— lo hacía con una soltura y tal sonrisa que imposibilitaba la noción de ruptura. Como el Ivan Ilich de Tolstoi, Valente simple y sencillamente había descubierto que la muerte es tan parte de la vida que entonces sólo hay vida. Por eso en el programa de televisión que mencionamos dijo una frase digna de un místico:
—La muerte sería para mí un accidente más.
Parece inevitable que quien piensa así muera joven, pero también que conozca una intensidad imposible para quienes mantenemos un “sano” respeto por Thanatos.
Los otros comentarios fueron, decíamos, los del “pobreteo”.
—Pobre muchacho, tan joven, tan guapo… y ya rico.
Los “héroes” de la televisión nos han confundido lo trágico con lo patético. Su fluir vital es tan débil que no pueden desprenderse de los viejos miedos y prejuicios, no logran separarse de la masa que los engendró, son parte de lo “común” aunque nos hablen de exorcismos o realicen aventuras imposibles. Por eso son figuras patéticas antes que trágicas. En cambio Edipo o Hamlet u Orestes son destruidos por la intensidad misma de su pasión, que no se detiene ante las fuerzas de la naturaleza, de Dios, y mucho menos de los hombres. Decía Kierkegaard: “Quéjense otros de que los tiempos son malos; yo me quejo de que son mezquinos por faltarles pasión. Los pensamientos de los hombres son quebradizos como agujas y ellos, los hombres mismos, tan insignificantes como costureras. Los pensamientos de sus corazones son demasiado miserables para ser pecaminosos. Un gusano podría tal vez tener por pecados semejantes pensamientos, pero no un hombre creado a imagen de Dios. Sus placeres son discretos y pesados; sus pasiones soñolientas”.
Es indudable que la pasión de alguien como Valente Arellano nos obliga, aunque sólo sea por un momento, a parpadear y salir un poco de la somnolencia.

