Gonzalo Valdés Medellín

El 7 de agosto de 1974, siendo embajadora de México en Tel Aviv, muere la poeta, narradora, ensayista y dramaturga Rosario Castellanos, víctima de una descarga eléctrica por una lámpara descompuesta. Elena Poniatowska, Susana Alexander y Elva Macías coinciden en su admiración y su pesar por la muerte de Rosario Castellanos. Una escritora, una actriz y una poeta, revelan en la celebración de los cuarenta años del fallecimiento de Rosario Castellanos (nacida el 25 de mayo de 1925), una veneración por la mujer y por la intelectual, que no ha quebrantado el paso del tiempo, sino al contrario, lo ha enriquecido.
“Dentro de nuestra literatura —escribe Elena Poniatowska—, Paz suscita la admiración, Fuentes la envidia, la irritación, Revueltas el respeto, Rulfo el asombro; ninguno como Rosario Castellanos provocó la simpatía, el amor. Por eso su muerte fue sentida como una pérdida personal…” (en ¡Ay, vida, no me mereces!, Editorial Era, 1985).
Pérdida personal que la directora y actriz Susana Alexander, y la poeta chiapaneca Elva Macías, reviven al sólo escuchar el nombre de la autora de Apuntes para una declaración de fe (1948).
Susana Alexander: “Yo voy preguntando a la gente que la conoció, quiero saber más de ella…”
Imposible sustraerse a la tarea de indagar, comparar y descubrir lo que en la directora y actriz desata la imagen de Rosario Castellanos.
Y es que, ante la autora de Mujer que sabe latín… (1973) uno no puede pasar “como por la escuela…, de noche”, dice Susana Alexander quien es vívida y pasional al enfocar sus conceptos sobre Rosario: “Verdaderamente, conocí a Rosario Castellanos a través de ser una lectora más del Excélsior de los años sesenta” —expone.
Y evoca: “Una mañana llegó de pronto el periódico a mi casa, debe haber sido un sábado o un domingo, me lo subieron y leí que Rosario Castellanos había muerto… Me quedé así, tan preocupada, me angustié tanto que me puse a llorar y dije ‘es que le tengo que dar el pésame a alguien’. Y es que Rosario significaba tanto para las mujeres progresistas que creíamos, en todo lo que ella escribió, que…”.
Muchos años después, Susana encontró a alguien a quien pudo dar el pésame: Gabriel Guerra Castellanos
—hijo de la poeta—, de quien se hizo amiga “porque platicamos y cenamos en repetidas ocasiones, y así me sentí ligada a Rosario. Pero ahora diría que todos tendríamos que habernos dado el pésame por Rosario”. Susana Alexander así lo cree, porque “gente de tal estatura es la que piensa, la que habla por nosotros y lo deja plasmado en letras de invaluable lucidez y humanismo. Me identifiqué con Rosario al leerla, me gustaba lo que me contaba en sus artículos, lo que me hacía vivir en sus poemas, lo que me invitaba a discernir en sus cuentos, ensayos y novelas. Empecé entonces a conocerla más a fondo. Me conmovía esa actitud suya tan trágica hacia la vida, de una tremenda desazón, y al mismo tiempo, plagada de un gran sentido del humor. El humor, la ironía siempre revestida hacia ella misma. También Elena Poniatowska me ha hablado mucho de Rosario. Y es que yo voy preguntando a la gente que la conoció, porque quiero saber más de ella. Rosario Castellanos es un ser a quien amaré toda mi vida. ¡Qué lástima, por idiota, otra vez, y por ignorante, casi igual me sucedió con Salvador Novo, que no la haya yo buscado cuando estuve estudiando en la Universidad! O no supe valorar a esa mujer o no tuve la oportunidad. Yo debí haberme acercado a Rosario Castellanos. Hoy, si Rosario viviera, me gustaría ser su amiga”.
Y no es precisamente porque Rosario haya encarnado “un mito nacional” (como adujera alguna vez José Joaquín Blanco), sino porque “Rosario fue de esas pocas personas —confirma la directora escénica—, es de esos pocos artistas que legan algo de sí mismos, muy hondo, muy humano, irrenunciable… independientemente de los valores y atributos particulares de su obra”. Así concluye Susana Alexander su vindicación de la autora de Bella dama sin piedad y Lamentación de Dido.
Elva Macías: “Rosario Castellanos dejó cimentadas sus raíces en el futuro”
Otra mujer, otra poeta, Elva Macías, imbuida por la figura de la autora de El mar y sus pescaditos (1974), la recuerda en momentos personales y en aventuras creativas de ejemplaridad, como el Teatro Petul que Rosario fundó y propulsó con inquietud magisterial.
“A Rosario Castellanos la leo por una afinidad —expresa Macías—. Afinidad como mujer, como escritora, como poeta y como chiapaneca. La leo mucho, siempre tengo ganas de volver a sus libros, a su poesía. Su labor en el Teatro Petul fue enorme como lo fue su postura frente a la situación de la mujer. Rosario Castellanos dejó cimentadas sus raíces en el futuro. Es decir: en las nuevas generaciones de México, en los jóvenes, quienes se acercan mucho a su obra, en algunas escritoras que sienten la necesidad de volver a su obra literaria una y otra vez, como un alimento del espíritu y del oficio. Yo la leo mucho —subraya la autora del poemario Imagen y semejanza—, la recuerdo y siempre tengo la fortuna de encontrar cosas nuevas en cada relectura que inicio” —puntualiza.
Si bien no es posible afirmar que Rosario Castellanos llegó —o vino— a sacar a flote el instinto de liberación de la mujer, Elva Macías cree que “sí acertó a mostrar los rumbos que la mujer mexicana podía tomar en esta sociedad para su propio desarrollo humano y social”.
Elena Poniatowska: “Al vivir, Rosario alimenta la muerte”
En el capítulo de ¡Ay vida, no me mereces!, (“¡Vida, nada te debo!”), dedicado a Castellanos, Elena Poniatowska va dando pinceladas para culminar entregándonos un retrato íntimo de la autora de Los convidados de agosto (1964). Elena puntualiza: “Hojear el libro Poesía no eres tú es toparse con la muerte a la vuelta de cada página”. Y más adelante: “Al vivir, Rosario alimenta la muerte”.
Para Poniatowska, Castellanos siempre estuvo ligada a la muerte. En la escritura, Rosario nació a la muerte de la existencia. Y esto debe verse así. Simple y llanamente. Como Óscar Wilde, Rosario Castellanos se obstinó en expiar una culpa. En Wilde, la culpa era su homosexualidad sorprendida y juzgada pública, brutal y mórbidamente; en Rosario…. las culpas son muchas: ser mujer, malquerida, sentirse fea (“tenía complejo de fea”, dijo alguna vez el crítico Emmanuel Carballo), insegura, sin fe, malamada, como confiesa innumerables veces a lo largo de sus narraciones personales y en su poesía.
Sin embargo —cuenta Elena—, Rosario “era una mujer que reía y hacía reír con enorme facilidad”. (¿No era acaso ésta la actitud del Wilde triunfador, gloria de las letras de su tiempo y de su patria antes de ser tan vilmente devastado en espíritu, inmolado, escarnecido… condenado a la indigencia con el sintomático pseudónimo de Sebastian Melmouth, que aludía a ese clásico de la vituperada idiosincrasia irlandesa, Melmouth el errabundo de Charles Maturin y al mismo san Sebastián, mártir y santo católico con que se identifica a la gente homosexual?).
No obstante, Elena Poniatowska argumenta que Rosario nunca se propuso “legar una imagen plañidera”. Y manifiesta, valiente y honestamente lúcida: “Lo que pasa es que Rosario usó la literatura como todavía la usamos la mayoría de las mujeres, como forma de terapia”.
Porque la Rosario —ya no víctima— la que, repara Poniatowska, “sola y libre estaba aprendiendo a completarse sola”, y a reemprender quizás un más genuino Rito de iniciación (como la protagonista de su primera novela, sólo publicada hasta mucho después de su muerte), a esa Rosario a la que no le interesaba ya “perder el nombre puesto que se había ganado a sí misma”, asienta Elena, ahora “empezaba a vivir en Israel”, cuando un estúpido cable, de una imbécil lámpara, la mató a los 49 años.
El arte es la manifestación más íntima del ser humano, que trasciende las fronteras del universo creativo en lo particular y lo general, lo cual Rosario Castellanos llevó a cabo con grandeza magnánima, asumiendo y aprehendiendo el sufrimiento como una válvula hermosa para la expresión y la expiación creadoras. A cuarenta años de su muerte, la vigencia de su obra lo demuestra.