Septiembre de 1964: Antropología e Historia, Anahuacalli, Del Virreinato y Arte Moderno
Que la grandeza de ayer inspire siempre nuestros esfuerzos
por realizar dignamente la historia de la patria.
Adolfo López Mateos
José Alfonso Suárez del Real y Aguilera
Las fiestas septembrinas de 1964 se vieron engalanadas por la entrega al pueblo mexicano de cuatro joyas museográficas que, a cincuenta años de su inauguración, siguen provocando admiración y deleite entre quienes las conocen por vez primera o en quienes recuperan la emocionante experiencia de revisitarlas.
El 17 de septiembre del postrer año del sexenio del presidente Adolfo López Mateos (1958-1964), el majestuoso vestíbulo del Museo Nacional de Antropología e Historia concretaba los anhelos, aspiraciones convicciones y desvelos del maestro Jaime Torres Bodet, quien se propuso generar un “recinto de la memoria en cuyos muros repose un proyecto de nación” y en el que las culturas vivas de los mexicanos pudiesen compartir un espacio monumental acorde al extraordinario legado arqueológico del país.
El ambicioso proyecto formó parte del Plan Nacional de Museos y le fue encomendado al arquitecto Ignacio Marquina, quien, con amor y compromiso académico, coordinó los trabajos multidisciplinarios del majestuoso recinto concebido por el joven arquitecto Pedro Ramírez Vázquez y en el que participaron artistas plásticos de renombre, arqueólogos, museógrafos y los “guardianes culturales” de los pueblos originarios a quienes se les encomendaron las salas etnográficas que muestran el esplendor vivo de sus culturas.
El viernes 18 de septiembre, la ciudad recibió el Anahuacalli de manos de la más ferviente curadora del maestro Diego Rivera, Dolores Olmedo; prodigiosa obra concebida por el genio del muralista en un paraje volcánico del sur de la ciudad, cuyos muros albergan una nutrida colección de piezas arqueológicas que el pintor rescató a lo largo de su vida.
Al día siguiente, el pueblo de Tepotzotlán, en el Estado de México, fue testigo de la inauguración del Museo Nacional del Virreinato, en la recia construcción del Colegio de San Martín y el templo de San Francisco Javier, en el cual se exhiben las más extraordinarias piezas producidas por la creatividad novohispana, fusión de cánones y concepciones estilísticas únicas en el mundo, que hacen del barroco mexicano una expresión irrepetible del arte religioso.
El domingo 20 de aquel lejano mes de septiembre, el Museo de Arte Moderno abrió sus puertas, cumpliendo así el deseo expreso del maestro Carlos Chávez, quien desde 1947 buscó erigir “un gran edificio expresamente construido” para exhibir la enorme riqueza plástica del México posrrevolucionario.
Quienes tuvimos la enorme fortuna de vivir esos apasionantes días, cada vez que tornamos nuestros pasos hacia cualquiera de esos cuatro recintos, recuperamos las palabras de López Mateos, e inspirados en la grandeza del ayer, ratificamos nuestra convicción de defender la dignidad de la historia de la patria, a pesar de que en esta época el término resulte insulso e incómodo a la globalización neoliberal que nos desarticula como nación, en aras de las inhumanas leyes del mercado.