Bernardo González Solano

Para que el mundo hiciera befa del gobierno del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte era necesario que en el referéndum del jueves 18 de septiembre, triunfara el “sí” a la independencia de Escocia, pero, en contra de las encuestas que de esa forma lo anunciaban, la cruda realidad (la única que no se equivoca), demostró que la mayoría de los electores escoceses prefirieron votar en contra del movimiento independentista. Los resultados oficiales confirmaron que un 55,4% (dos millones de papeletas) de los votos fueron a favor del “no” frente al 44,6% (1.6 millones de sufragios) que obtuvo el “sí” de la secesión. Un 10,8% de diferencia. Además, la participación ciudadana fue histórica: en algunas zonas superó el 90% y el promedio más de 85%, batiendo todos los récords anteriores. Una vez más, las encuestadoras hicieron el ridículo, lo que ya no es novedad.

Los viejos países de Europa (como la antigua Caledonia donde vivía el pueblo de los Pictos, la actual Escocia), tienen tantas fechas históricas que para recordarlas acumulan gruesos volúmenes, pues si no las olvidarían. Acaban de agregar otra: 18 de septiembre de 2014, cuando la mayoría votó a favor de mantener su liga con el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, tal y como lo han estado desde hace 307 años, cuando firmaron el Acta de Unión en 1707. Los descendientes de los pictos prefirieron continuar con el mismo modelo de país que tienen desde hace más de tres centurias. Simple: Escocia se queda en el Reino Unido.

Finalmente, la “mayoría silenciosa” —en la que predominó el voto femenino y los electores mayores de 65 años de edad— que decidió salvar la Unión a la que apelaba la campaña “Better Together” (“Mejor Juntos”), resultó ser una realidad que echó por tierra el sueño de Alexander Elliot Anderson Salmond, mejor conocido como Alex Salmond (31 de diciembre de 1954, en Linlithgow, cerca de Edimburgo), de una Escocia independiente. Mientras David Cameron, el primer ministro británico celebró el triunfo del “no” en una festiva aparición frente a su domicilio oficial, el histórico número 10 de Downing Street en Londres, el carismático ministro principal de Escocia y líder del Partido Nacional Escocés (Scottish National Party, SNP), anunció su renuncia sin mayores aspavientos. Gesto que le reconocieron propios y extraños. Asimismo, la libra esterlina subió su cotización. Y, en todas las calles de las ciudades escocesas había, al mismo tiempo, alegría y tristeza. Los electores contestaron la decisiva pregunta: “¿Debería Escocia ser un país independiente?”. La actual y la siguiente generación ya saben la respuesta. Los jóvenes de 16 años, que acudieron a las urnas por primera ocasión, en su gran mayoría aprendieron que en materia electoral se gana o se pierde. En esta ocasión, los noveles votantes perdieron. Para la próxima.

De hecho, este referéndum, que se decidió entre Edimburgo (la capital escocesa donde 194,638 ciudadanos rechazaron la “independencia” contra 123,927 a favor de ella) y Londres, en 2012, fue el punto de descanso de una compleja relación entre ambos países.

Integrada al Reino Unido desde 1707, durante mucho tiempo Escocia limitó su independentismo a la celebración de victoriosas batallas del pasado. Así las cosas, el país escocés posee una forma de autonomía para el manejo de los negocios desde el anterior referéndum de mayo de 1997. Entonces decidieron que se constituyera un parlamento semiautónomo, sobre el modelo de Irlanda del Norte y el País de Gales. Establecido por la Scotland Act, este órgano obtiene poderes anteriormente ejercidos por el parlamento británico, sobre la educación, la salud, la justicia y, globalmente, todos los asuntos internos de Escocia. Temas como la Defensa, la energía o lo fiscal permanecen bajo la incumbencia de Londres. El gobierno escocés se forma por medio de elecciones cada cuatro años, las primeras tuvieron lugar en 1999.

En mayo de 2011, los independentistas del SNP sorprendieron a los británicos alcanzando la mayoría absoluta en el parlamento de Edimburgo. Los grupos políticos tradicionales —conservadores, laboristas y liberal-demócratas— se vieron relegados a un segundo plano. El habilísimo Alex Salmond, líder de los independentistas, pasó de un estatus minoritario al de primer ministro. Desde su campaña, prometió la realización de un referéndum sobre la independencia en cinco años. En 2012, después de largas negociaciones, Salmond y David Cameron firmaron un acuerdo autorizando el referido referéndum para 2014. Cameron, más que Salmond, se jugó su futuro político a una sola carta pese a las críticas de sus propios compañeros de partido. La jugó y la ganó, además de que cumplió su palabra a los escoceses. El día llegó y la partida tuvo lugar. El lunes 22 de septiembre empezarían las negociaciones para ampliar las facultades de Escocia.

Los propósitos de Salmond no eran solo sueños. Tenían fuertes bases, sobre todo económicas. Las riquezas escocesas alimentan desde hace muchos años la idea de una posible independencia del país, aunque también representaban varios problemas en la hipótesis de la separación con Londres. Sin duda, los hidrocarburos del Mar del Norte eran las principales apuestas de la independencia. Según un estudio de Natixis —el banco francés corporativo y de inversión—, estos yacimientos marítimos proporcionan el 72% de la producción total británica de hidrocarburos, y el 96% de la producción petrolera. Una riquísima mina que habría de repartirse entre Edimburgo y Londres en caso de independencia.

Además, hasta la crisis financiera de 2008, el sólido Royal Bank of Scotland constituía igualmente una carta triunfadora para Escocia. Uno de los más viejos y más importantes bancos británicos aseguraba ingresos financieros a un territorio escocés independiente. Pero, rescatado por el gobierno británico después de quebrar en 2008, anunció antes del referéndum su intención de desplazar la sede del banco, de Edimburgo a Inglaterra, si ganaba el “sí”.

La incógnita ya se despejó. La estrategia —prometer como “zanahoria de último momento” nuevas competencias para ampliar el autogobierno escocés, reestablecido en 1999—, le funcionó a David Cameron; ahora, deberá encabezar una mayor descentralización del Reino Unido en Escocia, pero también en Gales, Irlanda del Norte e Inglaterra. Tarea nada fácil.

Como suele suceder, los caricaturistas de Europa se llevan la palma. Por ejemplo, El Roto, de El País madrileño, publicó al día siguiente del referéndum un trabajo genial: unos lábaros ondeando con un texto que dice: “Eran ellos los que agitaban las banderas, pero decían que era el viento de la historia”. Si los políticos de allá y acullá no lo entienden, más vale que abandonen su oficio. Mientras los tozudos escoceses acudían a votar, otros europeos —como los españoles, que no son menos tercos—, ponían sus barbas a remojar. A muchos catalanes la derrota del independentismo en Escocia no le cayó nada bien. Ponían sus barbas a remojar. El resultado del referéndum no fue cuestión divina ni nada que se le parezca.  Algunos cultos en Cataluña recordaron, es posible, lo que escribió el latino Lucrecio hace más de dos mil años: “Si existen los dioses, estos no intervienen en los asuntos de los mortales”. Porque de ahora en adelante, la relación entre Escocia e Inglaterra no volverá a ser igual. Las cosas cambiaron radicalmente no obstante que continúen juntas por varios años más. Por el momento, como dijo el primer ministro Cameron: “el debate sobre la independencia ha quedado resuelto por una generación” gracias a su decisión que el referéndum no incluyera la alternativa de más autonomía.

El hecho es que la victoria en el referéndum escocés es mucho más que lo que podía esperarse, sobre todo merced a la consistencia del resultado. La diferencia entre unionistas y secesionistas supera los diez puntos. Todo esto conlleva tres consecuencias inmediatas; en lo interno, propicia la varias veces negada federalización del país; y en la Unión Europea aclara las inquietudes agregadas a la difícil recuperación económica y debería abrir paso a una actitud menos obstruccionista de Londres ante Bruselas; y, sobre todo, no facilita otros movimientos secesionistas como el de Cataluña, en España.

Aunque es cierto que los grupos que buscan la independencia de sus lugares de origen son diferentes entre sí y que en esto no hay reglas válidas generalizadas, cada caso es diferente, no menos cierto es que la derrota del “sí” en Escocia cayó como cubetada de agua helada en estos círculos. Los catalanes, los flamencos, los quebequés, y otros coreaban: “¡Independentistas de todos los países, únanse!”. La mayoría creían que la victoria del “sí” en Escocia era segura y sería considerada como una señal de apoyo para todos los separatismos. La realidad escocesa se impuso en un mal momento para esos grupos en Cataluña, en Flandes, en Quebec. Sobrevivió la figura del Estado-nación.

Los casos anteriores son los más conocidos, pero hay otros, como el movimiento independentista de la Liga del Norte, que sueña en refundar el país mítico de la Padania en el norte de Italia. Un referéndum on line, sin valor legal, se organizó en marzo pasado en Venecia, donde el 89% de sus habitantes dijeron sí a la independencia. Los motivos invocados para esta lucha se resume en el slogan “Roma ladrona”. El caso de Escocia les pegó duro.

En fin, el Reino Unido sobrevivió al referéndum de Escocia, aunque hoy por hoy aparece más desunido que antes de esa victoria. Bien dice el lema de Escocia: “Nemo me impune lacessit” (“Nadie me ofende impunemente”). VALE.