Gonzalo Valdés Medellín
A la memoria de Lety, mi madre amada, que tanto lo quiso
l. Cachirulo el memorioso. Enrique Alonso Cachirulo (Mazatlán, Sinaloa, 7 de septiembre de 1923 – Distrito Federal, 27 de agosto de 2004), nombre artístico de Enrique Fernández Tallaeche, figura nodal del teatro en México, durante la segunda mitad del siglo XX, fue también uno de los protagonistas más genuinos y combativos, ejemplo a todas luces imponente de todo lo que un hombre de teatro puede encarnar desde la más pura de las independencias creativas (y económicas), siempre pensando en dejarle algo a la gente con su arte y sembrando un camino de éxitos, reconocimientos, aportaciones y legados, a fin de cuentas, que las generaciones detrás suyo habrán de continuar valorando.
Creador del famoso Teatro fantástico (1955), que inmortalizó (el término es exacto) vía la televisión en sus inicios, Cachirulo no sólo fue Cachirulo. También fue Enrique Alonso y, aun siendo dos caras de la misma moneda, Cachirulo y Enrique Alonso se complementaban profundamente y, también, se divorciaban en sus intereses creativos y propositivos de ideas artísticas y reflexivas. Pero siempre fueron buenos amigos. Veamos: Cachirulo era un personaje que tenía alma de niño, y como niño vivió innumerables fantasías que hizo realidad gracias al ánimo emprendedor de su creador, el propio Alonso. Pero Alonso, aun teniendo también alma de niño toda su vida, siempre pensó con mucha madurez y siempre fue adulto. Por ello mismo, su trayectoria lo empujó en incontables ocasiones a otros terrenos no precisamente aliados al teatro, aun cuando el teatro jamás lo dejó libre. El teatro lo capturó para sí. Pero Enrique Alonso se lanzó a escribir otros géneros; el periodismo lo cobijó en muchas ocasiones. También los libros y publicó la biografía de su amada María Conesa.
Si pudiéramos definir la labor de Enrique Alonso en este bendito afán suyo de memorizar por escrito todo lo vivido, podríamos decir que fue un Rescatista. Un grande, apasionado rescatista ya sea del género chico, como de la historiografía plasmada en sus Conocencias y en su María Conesa.
II. Enrique Alonso en mis recuerdos. Ahora tengo que apelar a la primera persona para continuar hablando de Enrique Alonso como amigo y compañero de trabajo, y de innumerables aventuras teatrales y periodísticas. Del amigo al que siempre, por un prurito de respeto, me dirigí como El Maestro, porque se me hizo siempre muy difícil tutearlo. Quitarle el “Maestro”, el dejar de hablarle de Usted, me significó siempre algo muy cuesta arriba porque para mí, como María Conesa para él, Enrique Alonso era un ser superior, humilde, sencillo, amigable, solidario, pero por ello mismo superior en su categoría humana y espiritual. Y digo esto porque me viene a la memoria una vez en que yo, realmente conmovido por su entrega a un trabajo teatral que yo dirigía, le externé mi gratitud y me dijo. “Es mi deber; lo que se recibe se tiene que regresar en su momento. Ahora es el momento, Gonzalitos…”, y me dedicó una de sus sonrisas tan bienhechoras y tan solidarias.
Conocí a Enrique Alonso personalmente gracias a Enrique Villa que era el encargado de Prensa y Difusión nada menos que de las primeras Dos tandas por un boleto de célebre memoria para el teatro mexicano, y convocó a una rueda de prensa en su casa de la Colonia Condesa, donde Enrique Alonso presentaría a los medios sus Dos tandas… Ahí lo vi y me deslumbré como muchos se deslumbraban al conocer al héroe de sus sueños infantiles en el Teatro Fantástico, a Cachirulo en persona. Jamás llegué a pensar ni a imaginarme —en ese momento, 1984, tenía yo apenas veintiún años— en la amistad tan cercana, tan entrañable que me uniría a ese hombre de sonrisa franca, de gestos amables y cálido trato.
Después de que conocí a Cachirulo empezó a cambiar mi percepción del teatro, ciertamente marcada por los anquilosamientos academicistas que había aprendido a mi paso por las escuelas de teatro donde Cachirulo siempre era considerado “lo más frívolo del teatro en México”, injustamente, porque, por lo general, todos aquellos cultoides académicos que desdeñaban su teatro poco se habían acercado (o quizá nada) al teatro de Alonso, desde entonces y hasta ahora, sin duda un icono de nuestra cultura popular.
Así entonces, su celebérrima Dos tandas por un boleto venía antecedida por su notable actuación como Pichum en la obra de Bertolt Brech La ópera de los tres centavos que dirigió Marta Luna y por su militancia en el Sindicato de Actores Independientes (sai) que había formado Enrique Lizalde como una respuesta ante los contubernios de la Asociación Nacional de Actores (anda) con Televisa y otros consorcios. Alonso siempre fue un hombre que profesaba una ideología de izquierda.
Yo era un imberbe aspirante a reportero cultural y recordando mi infancia acompañado por el Teatro Fantástico, quedé fascinado con la personalidad sempiterna del maestro Alonso quien era amigo, además, de muchos de mis entonces guías y maestros, ya todos fallecidos: José Antonio Alcaraz, Luis G. Basurto, Clementina Otero, Hugo Argüelles…
La amistad con Cachirulo se dio por sí misma, con espontaneidad de espíritu, como deben ser las buenas y grandes amistades. Amén de ser un espléndido conversador, era un atento escucha. Me acercaba a él; era un sabio del que siempre tenía algo que aprender, en medio de un gran sentido del humor y un arrollador humanismo. Convivir con él era imbuirse de vitalidad, de amor al trabajo, de perseverancia en el teatro, de pasión por nuestros propios proyectos de vida, compartidos.
Asistí en innúmeras ocasiones a todos sus espectáculos. Pero recuerdo con especial brillo La alegría de las tandas en el Teatro Lírico. Era maravilloso ver como en cada función, el público lo ovacionaba —absolutamente, siempre— de pie, entregándosele con una devoción indescriptible y emocionada. Tres, cuatro, cinco minutos de aplausos y el público ¡de pie!, eran inevitables al final de cada representación. Y es que Cachirulo era un artista del pueblo y pertenecía ya desde entonces al subconsciente colectivo.
A lo largo de más de veinte años logré conjuntar material para varios libros que reseñan, critican, comentan y aluden al trabajo de Alonso en el teatro, tanto infantil, como de revista y de rescate, sin dejar de lado su trabajo en televisión. Creo, modesta y humildemente, que soy el único crítico de teatro en México que siguió de cerca toda la vida teatral y artística de Enrique Alonso Cachirulo, durante los últimos veinte años de su vida y que dio testimonio del mismo, continuamente, a través del periodismo escrito. Y creo que la tónica para evocarlo es la alegría. Nos llenó de alegría, nos dio felicidad, nos heredó el gozo de la existencia y la creación. Y un humor único, inconmensurable. Sus libros (su obra entera, teatro infantil, revistas musicales, dramas sacros, pastorelas…) nos refrendan no sólo al gran artista, sino al enorme e invaluable ser humano. Combativo y emprendedor hasta el último aliento. Pero también nos ubican frente a un escritor nato, sin pretensiones esteticistas, poseedor de un estilo armónico, sencillo y humano, muy humano.
Enrique Alonso nos deja mucho qué recordar, mucho qué contar, mucho qué reflexionar. Tal vez algún día me ponga a escribir el libro que Cachirulo merece. Por el momento, sólo quiero recordarlo con su sonrisota, con su afán de ser hermano y de echarnos la mano siempre que podía. Recordarlo para agradecerle que su memoria siga viva a diez años de su muerte.
Diez años de su fallecimiento en que a ninguna institución cultural —ni de aquí ni de allá, llámese conaculta, Secretaría de Cultura de la Ciudad de México, Sistema de Teatros del Distrito Federal o Coordinación Nacional de Teatro del inba, a ningún funcionario y/o encargado de las actividades teatrales que funcionan con el erario público— se le ocurrió homenajear a Enrique Alonso, como para confirmar que en estos tiempos la labor de nuestros grandes creadores mexicanos, por lo general sigue siendo objeto de amnesia para beneplácito de la cultura oficialista, amañada, inocua y deleznablemente elitista.


