Los treinta y tres escalones

Genaro David Góngora Pimentel

 

En la época que terminé de estudiar la preparatoria, comentaba con el doctor Andara y Ubeda, un exiliado nicaragüense que ejercía su profesión en Ensenada, sobre mi próxima salida a la capital de la república para iniciar la carrera profesional de abogado en la Universidad Nacional Autónoma de México.

El doctor que no sólo era mi médico sino también había sido mi maestro de historia en la secundaria de Ensenada, tomando un aire de seriedad me dijo:

—Genaro, ahora que vas a estudiar a la capital de México, es conveniente que cuentes con apoyos. Te voy a dar una carta para los hermanos masones del Distrito Federal. Entrar a formar parte de una logia masónica te dará protección, no sólo en tu vida actual sino también en tu carrera.

Desde luego, comenté con mi padre el ofrecimiento del doctor Andara y Ubeda, haciéndole mención de todos los beneficios que podrían derivarse de la masonería.

Mi padre me dijo rápidamente:

—Genaro, ¡si entras a la masonería, te vas de la casa!

Como podrán ustedes imaginar, no me hice masón. Pero, una vez que fui aceptado como secretario de Estudio y Cuenta en el Alto Tribunal Nacional, me encontré con la masonería.

La Suprema Corte de Justicia de la Nación es un enorme edificio con una arquitectura pesada y oscura. Se dice que siguió las líneas de un convento francés. El caso es que los visitantes deben subir treinta y tres escalones, símbolo masón, para llegar a la parte superior donde se encuentran las puertas que dan a las cuatro salas con que se inició la Suprema Corte: la Sala Laboral, la Sala Administrativa, la Sala Civil y la Sala Penal. Para comunicarlas hay un espacio amplio que recibe el nombre de “el salón de los pasos perdidos”. En los extremos contiguos a las paredes están colocadas unas bancas de madera en donde se sientan los litigantes en espera de que les abran las puertas una vez que termina la sesión privada y se da inicio a la sesión pública en que los abogados escuchan los argumentos de los señores ministros sobre sus asuntos.

Además, pueden ustedes entrar a la Sala del Tribunal Pleno, en donde se reúnen los once ministros de la actual integración. En el Tribunal Pleno se examinan los asuntos de la competencia del mismo. Los más importantes, creo, son los amparos en revisión de la inconstitucionalidad de leyes federales y de los reglamentos de esas mismas leyes, así como las controversias constitucionales.

Los sillones tanto de las salas como del Tribunal Pleno son de terciopelo rojo. A mí, como secretario me tocaron sillones de madera.

Después me enteré que “el salón de los pasos perdidos” es llamado de esa manera, no porque uno pudiera imaginarse a los abogados litigantes paseándose nerviosos “a grandes pasos” en espera de que comenzaran las sesiones, para conocer la solución que se les diera a sus asuntos. No, resulta que en todas las logias de la república existe un “salón de los pasos perdidos” por razones, tal vez centenarias, que yo no he conocido.

Nuestro país, ahora si podré decir, “desde siempre” ha tenido masones. La masonería estaba dividida entre logias escocesas y logias yorquianas; casi todos los presidentes de la república han sido masones y no es de extrañar que el edificio de la Corte tuviera tantos símbolos masones.

Dos de mis amigos y compañeros maestros, muy distinguidos ambos, una vez que escucharon la historia de cómo estuve a punto de entrar a la masonería y la razón que me lo impidió, se ofrecieron a ser mis padrinos para que ahora sí, a mis setenta y siete años de edad pueda ser miembro, lo que pronto sucederá.