Desesperación e impotencia
Alejandro Zapata Perogordo
El clima que se ha desatado en el país se ve cada día más enrarecido, las noticias dan cuenta de un desastroso panorama, sin ser malinchista, los hechos hablan por sí mismos, tampoco se trata de tapar el sol con un dedo cuando los acontecimientos son más que evidentes.
Las conductas arrojan resultados trágicos, los dramas se vuelven cotidianos y la capacidad para evitarlos es prácticamente nula: gobiernos anodinos, negligentes, corruptos e ineficaces, economía deteriorada e inseguridad en apogeo.
El problema no puede desvincularse de la desmedida corrupción e impunidad que prevalece a lo largo y ancho del país. El asunto no es menor y tampoco es cuestión de simple negligencia, ignorancia, incapacidad o de casos aislados, se trata de todo un entramado de complicidades, que ha ido escalando hasta arribar a niveles insostenibles, incluso raya peligrosamente en la frontera de la seguridad nacional.
La evolución y desarrollo del fenómeno causa escozor, pues ahora se opera desde dos ángulos: comenzando por el tradicional método conocido por todos, la extorsión, mordidas, moches, colusión, complicidad y protección.
El otro consiste en trastocar y distorsionar la ley para fabricar culpables, particularmente en contra de aquéllos que se resisten a participar, así encontramos delincuentes en la calle haciendo de las suyas, y muchos inocentes privados de su libertad, padeciendo las injusticias de autoridades venales.
El Poder Judicial ha sucumbido —lo digo con lamento— a estas detestables prácticas. Desgraciadamente muchos ejemplos existen, más evidente en el ámbito local, de jueces que se prestan a este tipo de maniobras.
Dos cuestiones han engendrado en los últimos años este flagelo: la primera salta a la vista con toda su crudeza, pues valiéndose de la impunidad, es evidente que muchas autoridades sin dimensionar sus actos han caído en el más brutal de los excesos, les da lo mismo tomar recursos de las arcas públicas, que ordenar ejecuciones en contra de sus enemigos. Tienen que ocurrir casos patéticos como los de Tlatlaya e Iguala para voltear la mirada y observar con desesperación e impotencia la inescrupulosa ley de la selva.
A eso se debe que la ciudadanía ya no cree, no confía y no participa. Tiene un profundo sentimiento de frustración y abandono, a la par de ser rehén de delincuentes disfrazados de autoridad, la sociedad va guardando rencores.
La conciencia colectiva está en espera de acciones más que de discursos que chocan con la realidad, se encuentra ansiosa de que se imponga orden y respeto, de autoridades justas, de gobiernos amistosos, de desterrar la sensación de que no ocurre nada y ávida por encontrar el camino de la legalidad, de la certidumbre, de la honestidad y de la dignidad.
El México que tenemos no es el México que queremos.
