Iguala

Mireille Roccatti

Los días que está viviendo México son días terribles, días que no debieron ser días de violencia y barbarie inadmisible, que lastima e indigna a la mayoría de los mexicanos que rechazamos y repudiamos los hechos violentos que cobraron la vida de un grupo de jóvenes normalistas de la escuela Normal de Ayotzinapa.

El estado de Guerrero históricamente ha hecho honor a su nombre, ha significado mucho para nuestro país. En él encontraron refugio los últimos insurgentes cuando estaban prácticamente derrotados militarmente y mantuvieron viva la flama de la Independencia, posteriormente con el liderazgo del viejo soldado insurgente, don Juan N. Alvarez, allí se gestó la Revolución de Ayutla, que expulsó de una vez y para siempre a Santana, y más recientemente en la entidad se gestó y desarrollaron los movimientos guerrilleros rural y urbano que existieron en nuestro país, a mediados del siglo pasado.

Es también conocido que periódicamente se han presentado episodios violentos de todo tipo, que terminaron en matanzas como la de los copreros en Acapulco, la del zócalo de Chilpancingo que decidió a Genero Vázquez Rojas y Lucio Cabañas a remontarse a la sierra y alzarse en armas o la más reciente de Aguas Blancas, que costó la gubernatura a Rubén Figueroa hijo. Eso hablando de violencia social iniciada por agentes del estado, ya que la violencia delincuencial reciente ha cubierto de sangre las tierras guerrerenses y tenemos en mente los enfrentamientos armados y decapitados en el puerto de Acapulco, al disputarse la plaza el cartel de Sinaloa con el de los Beltrán Leyva, horror que requirió se instrumentara el denominado plan Guerrero Seguro.

Y es conveniente recordar, porque tal parece que se apuesta a la proverbial desmemoria colectiva, que el actual gobernador fungía como secretario general de Gobierno del estado de Guerrero cuando sucedió la matanza de Aguas Blancas de 1995 y terminó siendo ungido gobernador interino y en ocasión de la disputa entre carteles del 2011, siendo ya gobernador constitucional, como lo era cuando el enfrentamiento contra los mismo jóvenes normalistas de Ayotzinapa hace dos años en la autopista del Sol, que también cobró vidas humanas. Su pasado como represor está acreditado.

La acción del reciente 26 de septiembre en contra de los jóvenes normalistas con un saldo de seis muertos y la desaparición de 43 estudiantes, aunque en un principio se habló de 57 desaparecidos, ha causado consternación, indignación, rabia y creciente ira social.

Los hechos indignantes, dolorosos, de suyo inadmisibles, se agravan por provenir de los policías municipales de Iguala, y la coartada que se intenta de involucrar al crimen organizado, no tiene sentido y carece de lógica criminológica, la delincuencia, no tendría por qué ordenar el asesinato de los normalistas, quienes tal cosa afirman deberán acreditarlo indubitablemente, no basta un edil prófugo y la supuesta confesión de un par de delincuentes que por lo demás, podrían haber sido obligados a declarar tal cosa, y poco tiempo pasará, para que nos enteremos que desconocen sus declaraciones al ser presentados ante el juez.

Es muy lamentable escuchar las voces de quienes recurriendo al historial de las luchas sociales en que han participado las escuelas normalistas rurales y en especial la de Ayotzinapa, buscan justificar la masacre cometida, la cual constituye una barbarie solo producto de la entraña más negra del ser humano, capaz de cometer esa clase de horrores. Violencia ciega que hemos venido sufriendo acentuadamente hace ya un poco más de una década. Sólo en el sexenio pasado las cifras de muertos y desaparecidos es para horrorizarnos y las fosas colectivas descubiertas a lo largo de todo el territorio nacional, es un claro indicador que vivimos tiempos inenarrables.

La desaparición de los jóvenes normalistas hace que hierva la sangre de indignación, los mexicanos debemos unir nuestras voces a sus padres y exigir justicia. La impunidad sería una mancha colectiva. La respuesta del gobierno federal debe ser contundente y expedita, no aclarar los hechos se le revertiría. El presidente Peña Nieto se indignó y se comprometió ante la nación entera. Se tiene que deslindar responsabilidades y llevar a la cárcel, no solo a los autores materiales, también a quien ordenó tales actos de barbarie.

Las izquierdas deberían ponderar mantener la defensa que han hecho del gobernador, por cierto recién cooptado perredista, con argumentos que obedecen a una lógica elemental, y aceptar que se equivocaron al enrolarlo a sus filas debido al pragmatismo de ganar una elección. Sostener sus indefendibles argumentos de exculpación, solo desnuda su orfandad intelectual y moral.