Carlos Santibáñez Andonegui

Zarabanda es ritmo para infundirse en lágrimas que llora el pensamiento. Hemos ido sacando una por una las humanas palabras de la lenta conversación con el aire, como inventadas por un ángel negro, por el humo que vamos elevando los humanos, humo vano: humano, y a la caza de ellas andan perros que en verdad son latidos que en verdad son ladridos, en una solución de continuidad amarga de la que podríamos decir: es eso y nada más. Los abajo firmantes son entonces los abajo ladrantes: “Los abajo ladrantes/ venimos de regreso”. Por toda acta atraviesa “la desdicha mayor de haber nacido”. Y el hombre será siempre de hoy más “El hombre,/ ese animal que llora a sus criaturas”. Que en aras de lo que cree la muerte, interpela al lenguaje para inquirir: “¿en qué momento se interrumpió la alianza, retiraron andamios?”.
Pero hemos sido, nos queda la victoria de haber sido: “el animal en el momento del salto/ o cuando pone el corazón en la mirada”.
No hay otro anhelo que nos defina más allá del ángel tenebroso de Durero, mientras somos el aire y los pulmones prestan su tam-tam a los oídos… Es la melancolía quien pesa cada instante. El fruto del poeta, el futuro del poeta es la nostalgia, y su primer saludo es a la muerte. Así lo entienden los surrealistas recopilados como Gómez Correa en el agc de la mandrágora; cuando se escribe poesía es a ella a quien se habla, a quien se ve de frente y desafía. La maestría de Quirarte hace a un lado todo lo que no tenga que ver con esa mirada, con la que se reta a la muerte y se le habla derecho para decir: no te temo, no existes. El instrumento es la metáfora pura. “El precipicio/ es la última terraza para el cielo”.
Hay aquí treinta cantos lanzados con la furia del rapsoda que a fuerza de esgrima vence como Horacio, en la oda 30 del libro III, el sabor de la muerte; la osadía de la Parca es “el perfume nocturno”, lo que seduce al mundo cuando “el sol es una ofensa en la piel y en la sed de sus vampiros”. Hora es de que el poeta levante “Nuevas Flores del mal”, para que poco a poco revivan/ en el cuaderno a cuadros/ donde los edificios con letra de niño escriben sus mayúsculas”. Hora es de que celebre el paso por el mundo de su hermano Ignacio, de que los monumentos cobren su tamaño, y sean, no lo que son, sino ese “Partenón poblado de perros callejeros”. Es nuestra hora, la hora de todos, en que podemos proclamar, con Vicente: “Así como el coliseo de Roma es invadido/ por el ácido acre de los gatos,/ el gran dios perro domina/ alturas donde los otros dioses duermen”.
Y es que la muerte, bien lo sabe el poeta que ha sufrido en el alma el dolor de dos suicidios, el de su padre, el de un hermano, la muerte no es una ley de la vida. Al “mar que nos vendieron en la infancia”, hay un mar previo. Y es de él de donde toman su energía los tres perros amarillos que en realidad escriben este libro. Como en la tradición: tres personas en una, modos de la unidad por milenios, por siglos. Ya podrá “la incansable señora de la muerte”, tejer toda la noche. Pero sabe la vida, que la nieve es pureza, y hay metáfora pura en estos versos, que vislumbraba ya en el poema “Encuentro con la nieve”, donde la voz anuncia: “Si la pureza existe/ qué semejante es a la nieve”. Ahí donde Kandinsky en su tratado De lo espiritual en el arte, cifraba en lo amarillo la locura, el poeta Quirarte desgarra los secretos de estos seres que componen la “marina con tres perros, la familia”, con tres perros queridos que airadamente “son el perro amarillo de sí mismos”. ¿Y la poesía qué es sino ese/ Tiempo de las palabras en peligro,/ de pronunciarlas todas,/ del terror a que no pudieran decir todo”. De rendirse en palabras como del amarillo del sol, “Amarillos, monedas de oro falso”.
¡Ay, si nos está dando todo a todos! Ante el aliento de los agonizantes, ¿Tendremos el valor de ser como ellos?, ¿tendremos el valor de ser con ellos? O pasaremos, tal como fantasmas, o como pasa el viento, a través de su cuerpo. El hermano ido, el papá perdido: Viejos guardianes. Ante ellos, al hermano Javier una pregunta: “¿Por qué, de la belleza, separarse?”. Nada será mejor para los muertos que andar la/ orografía de su nuevo silencio”. Vencer, como lo dice Quirarte en otro intento, Vencer a la blancura. La blancura en el pecho corresponde a una camisa, a la camisa que Machado soñó, la que —el poeta sabe— “es la camisa del hombre que tiene los brazos en cruz en el cuadro de Francisco de Goya”. Realmente esa camisa nos defiende, como género humano. Como sea, es la camisa del hermano: “la camisa de un hombre ensangrentada/ recogida en La Morgue/ y luego colgada en el museo/ en la misma escandalosa prenda/ del hombre que en el cuadro de Goya/ está a punto de recibir la muerte”.
Nadie se desespere, todos seamos aquí como “el arte menor que necesita/ de la primera llama” para desanimar el Caos. Y tal es el efecto que consigue el papel de envolver de estos versos. Lo contado, se subordina siempre a su señor: lo cantado. La estructura con base endecasílaba cortada en pie heptasílabo que quiebra el suave riesgo de perecer, de hundirse. El poeta que sabe de hundimientos, previene el horror a un ritmo sorpaso, su mirada, su voz están ahí para “nacer en cada muerte. Resistirla”, son el dedo que está siempre deteniendo al abismo: “Hoy estamos muertos/ pero mañana es día de resurrección”. El valor que detiene la catástrofe.
“Voy a correr en tu nombre”, dice al hermano ido con quien jugaba al monstruo en la remota infancia y gozaba su miedo. Así, desde la noche oscura de la razón, llega al presente: “Completo la ruta/ y llego a mi destino./ Esto se llama Hoy y es bastante”. Desde ahí pediremos, como él, que se acabe el Ayer. Que esconda sus muletas. Vamos a “borrarlo del mapa, darle instrucciones falsas, decirle a todo el mundo que lo pierda”: Que se acabe este día.
Al alcanzar la edad de los que han muerto, el poeta se vuelve “el espejo a la altura de los ojos”, la única realidad clara del mundo. La edad en que Alfred de Musset/ comenzó a ser más niño que su siglo. Por ello culmina: “Hoy derrotamos a la muerte./ Y también a sus tropas auxiliares”.

Vicente Quirarte, Zarabanda con perros amarillos. Secretaría de Cultura de Puebla / Colibrí, cuidado de la edición: Sandro Cohen, traducido al francés por Nicole et Emile Martel en Plan C Editores para Quebec, Canadá.