Grave crisis humanitaria

Raúl Jiménez Vázquez

La tragedia de los muchachos de Ayotzinapa es la punta de un gigantesco iceberg rebosante de impunidad, corrupción, violación sistemática de los derechos fundamentales, ultrajes a la dignidad y desprecio a la vida humana. Ésta es la razón por la que los abominables sucesos de Iguala han conmocionado a la opinión pública internacional, al punto de que el mismísimo papa Francisco elevó una oración por el pueblo de México, asegurando que “sufre por la desaparición de sus estudiantes y por tantos problemas parecidos”.

Con ello se ha puesto en entredicho la imagen de éxito forjada por el gobierno de Peña Nieto a raíz de la aprobación de las reformas estructurales y del despliegue mediático de la narrativa de la movilización del país rumbo a la prosperidad. A la manera del dios Jano de la mitología griega, hoy en día el Estado mexicano es un genuino bifronte, es decir, tiene dos caras totalmente distintas la una de la otra: la de la supuesta modernidad y la del brutal e inconcebible atraso en el campo de la protección de la dignidad humana.

Lo anterior es fruto de una imperdonable miopía tecnocrática, pues se soslayó el hecho de que el respeto a los derechos humanos no es una cuestión retórica ni una fachada propicia para el fútil lucimiento en foros del exterior, sino que se trata de un ingrediente sine qua non de la democracia, la gobernabilidad, la paz social y el crecimiento económico, tal y como está consignado en la Carta Democrática Interamericana de la OEA.

La lección es contundente a más no poder: la promoción y defensa de las prerrogativas jurídicas inherentes a las personas por el solo hecho de serlo tiene que figurar en el pináculo de la agenda política nacional, por encima incluso de los cambios de naturaleza económica o financiera. La preservación de los derechos humanos debe ser el centro de todas las políticas públicas.

Muchas cosas habría que hacer para que esto suceda. Una de ellas es el afrontamiento sin rodeos del escabroso asunto de los casi treinta mil desaparecidos que gravita sobre los hombros de la nación. No podemos seguir haciendo de cuenta que ese lastre es inexistente. La creación de una comisión de la verdad, similar a las operantes en su tiempo en Guatemala, El Salvador, Chile y Argentina, es la vía idónea para alcanzar este magno propósito.

A dicho órgano sui generis también podría asignársele el esclarecimiento de los hechos denunciados por el soldado Zacarías Osorio Cruz ante un tribunal canadiense, en el sentido de que en los años setenta dentro de las instalaciones militares de San Miguel de los Jagüeyes se llevaron a cabo fusilamientos masivos de opositores políticos.

México vive una grave crisis humanitaria ante la cual no cabe titubeo alguno. El autoengaño, la simulación o la inacción pueden conducirnos hacia el terreno de la descomposición social.