Bernardo González Solano

En una reñida y desgastante elección a dos vueltas, el domingo 26 de octubre, al computarse el balotaje, la presidenta de la República Federativa del Brasil, Dilma Rousseff Silva (Belo Horizonte, Minas Gerais, 14 de diciembre de 1947), el Tribunal Superior Electoral (TSE), informó que la mandataria ganó el 51.62% de los votos (casi 54 millones), mientras que el candidato opositor, Aécio Neves da Cunha (Belo Horizonte, Minas Gerais, 10 de marzo de 1960), obtuvo el 46.36% de la votación (aproximadamente 51 millones). Tres millones de sufragios, una diferencia mínima en un país de más de 201 millones de habitantes. Y eso que en Brasil el voto es obligatorio.

Este ha sido el resultado electoral más justo desde 1989, cuando Fernando Collor de Mello ganó la presidencia a Luiz Inacio Lula da Silva. En suma, la contienda electoral más espectacular en los últimos 25 años en Brasil, desde el fin de la dictadura militar que llegó a torturar a la obstinada mandataria descendiente de un comunista que nació en Bulgaria y de una joven maestra brasileña. Pese a la gran cantidad de partidos políticos (28) en el país del “ordem e progresso”, la presidencia brasileña terminó decidiéndose entre las mismas organizaciones de siempre. Con esta, ya son seis veces consecutivas (1994, 1998, 2002, 2006, 2010 y 2014), que los dos primeros colocados son los candidatos del Partido de los Trabajadores (PT) y del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB).  Estaban convocados a las urnas 142.8 millones de brasileños que en 21 días votaron en dos ocasiones. Dilma Rousseff Silva, la primera mujer brasileña en llegar a la presidencia de su país, ya forma parte de la historia.

Una vez conocidos los resultados— Aécio Neves, el candidato de la oposición, inmediatamente reconoció su derrota y llamó telefónicamente a Dilma para desearle la mejor de la suertes—, en el Palacio de Planalto, en Brasilia, la exultante ganadora, rodeada por los 9 presidentes de la coalición que la llevó al poder, que coreaban “¡corazón valiente!” junto al ex presidente Lula (el padrino de la mandataria que se empleó a fondo, con su peculiar magia popular, en esta elección para que su ahijada permaneciera en el poder otro cuadrienio), declaró: “Escuché las urnas, la palabra más repetida fue “cambio” y el tema más insistente “reforma”…convocaré a un plebiscito para realizar la reforma política”…”Quiero ser una presidenta mucho mejor de lo que he sido ahora…Vamos a continuar construyendo un mejor Brasil, un Brasil más inclusivo, más moderno, más productivo. Un país de solidaridad y oportunidades”. Promesas más que necesarias, pues la mandataria reelecta acababa de superar lo que ni la corrupción gubernamental —uno de los temas más debatidos durante la campaña y la principal arma de la oposición y de los medios de comunicación adversos al sistema—, ni la mediocre gestión económica de Rousseff le pasaron la factura de la derrota como en muchos momentos anunciaban las encuestas.

No obstante, pese a que el país sale dividido de los comicios, la presidenta negó esa división y tras el sube y baja de las montañas rusas de los sondeos (como siempre hacen los dueños de uno de los “mejores negocios” del mundo: las casas encuestadoras), logró convencer a la mayoría del electorado (los pobres) y recuperar la credibilidad perdida. Hace menos de un mes, las encuestadoras aseguraban que el 70% de los electores “pedían un cambio de gobierno”. Ahora, Dilma Rousseff se enfrenta a lo más difícil: reconciliar a un país totalmente polarizado —como si hubiera sido el escenario de la “guerra de clases” marxista—; sin duda, Brasil está dividido, ya no es el mismo de 2010.

Un profesor de ciencia política en la Universidad Católica de Sao Paulo, Pedro Farroni, al analizar el resultado de los comicios explicó: “la oposición sale fortalecida por la insatisfacción de algunos sectores. El apretado triunfo de Dilma enciende una luz roja y advierte al PT que las personas ya no están tan convencidas de apoyar al partido y al gobierno como lo estaba hace años”. De hecho, el PT ha ocupado la presidencia desde 2003 y ha auspiciado progresos sociales que ayudaron a sacar millones de brasileños de la pobreza y robustecieron la clase media.

La campaña fue enconada y llena de altibajos, sobre todo en las últimas tres semanas. Los analistas dicen que la elección presentó el dilema de elegir darle continuidad a programas de inclusión social con Rousseff, del PT, o abrir paso  a un nuevo proyecto macroeconómico favorable al mercado para alentar el crecimiento con Aécio Neves, de la Social Democracia. Los pobres brasileños, con su voto masivo a favor de Dilma, marcaron  la elección y fueron los que reeligieron a la ex guerrillera que a los 17 años de edad ya luchaba por los desheredados de su país.

Sin embargo, Dilma pudo perder el balotaje porque Brasil, durante su primer gobierno, sufrió un crecimiento económico débil y entró prácticamente en recesión técnica que no solo afectó a los empresarios que vendieron menos, sino también a los trabajadores que se sintieron inseguros frente a un futuro incierto. Además, esta recesión lastra también al gobierno que recauda menos. Para cerrar el año, Brasil tendrá un crecimiento anémico, que en el mejor de los casos no será superior al 0.7%.

En sus primeros cuatro años de gobierno, Rousseff buscó mantener, a base de subir el salario mínimo y estimular el crédito barato, el nivel de renta de los trabajadores para alimentar la rueda del consumo. Sin embargo, esta fórmula ya estaba saturada y los empresarios no obtenían los mismos beneficios que anteriormente. Así, la inversión cayó. Al año siguiente de su llegada a Planalto, para estimular una economía que ya no crecía como en el tiempo de Lula, la ex guerrillera que en 1998 inició un doctorado de Economía Monetaria y Financiera aunque no llegó a defender su tesis doctoral, concedió subsidios a la industria a fin de mantener el empleo y mantuvo los intereses bancarios a tasas artificialmente bajas para que no se bloqueara el consumo y la inversión. Lo primero funcionó: el desempleo aun está en un 5%. Pero lo segundo no fue tan exitoso. En la campaña, muchos recordaron al ex presidente Bill Clinton con su: “Es la economía, estúpido”. Por eso, Aécio Neves acusó a Rousseff de haber llevado al país a la recesión. La presidenta se defendió argumentando que la coyuntura internacional ha sido muy adversa y replicó que Brasil ha sido uno de los pocos países que, pese al descalabro financiero mundial, logró crear empleos y rescatar a millones de personas de la pobreza.

El caso es que los economistas de uno u otro bando político en Brasil, coinciden en que ganara quien ganara la presidencia, el país tendrá que sufrir un amargo ajuste y lo primero que tendrá que hacer ahora Dilma Rousseff, en su segundo mandato, que se iniciará el 1 de enero de 2015 y terminará en 2018, será hacer cuadrar las cuentas públicas. Esto es inevitable. Al respecto, el profesor Luis Gonzaga Belluzo, un economista de las confianzas del ex presidente Lula, asegura que aún es posible sortear el ajuste a base de incentivar la inversión pública y privada: “Va ser un año difícil sea el presidente que sea. Pero el que quiera hacer un ajuste sin antes devolver el país a la vía del crecimiento va a ir corriendo detrás de su propio rabo, como los perros locos”. De acuerdo a Belluzo, una ola de recortes como los que sufrió Europa bajo la presión de la Alemania de Angela Merkel, sería un desastroso freno para el crecimiento brasileño.

Panorama nada halagüeño para Dilma Rousseff que tendrá que cumplir sus promesas de campaña para recuperar la economía en recesión y con el precio del petróleo a la baja, y reducir la inflación (roza el 7%), y dar respuesta a las multitudinarias movilizaciones sociales que echaron a la calle el pasado año, con motivo del campeonato mundial de futbol. Todavía le falta sortear los Juegos Olímpicos y lo que conllevan. Hay especialistas que presagian negros nubarrones, como Carlos Geraldo Langani, director de Economía Mundial de la Fundación Getulio Vargas, que advierte que Brasil está en un difícil situación al convivir con “tasas de crecimiento bajas y tasas de inflación altas. La experiencia reciente muestra que cuanto mas se posterga ese ajuste, mayor es el costo social. Brasil aún tiene espacio para hacerlo, pero quizás estamos en el límite”.

En el terreno social el gobierno del PT —que lleva más de una década ejerciéndolo—, y los dos últimos años de Cardoso lograron rescatar a 60 millones de brasileños de la pobreza. Según la ONU entre el 2001 y el 2012 se redujo de un 24.3% al 8.4% y se pasó de la miseria extrema del 14% de la población al 3.5%. Esas personas que se incorporaron a la clase media exigen ahora mejores servicios públicos, sanidad, educación, transporte y sobre todo, el fin de la corrupción, mal endémico que ahoga a Brasil como sucede en otros países hispanoamericanos e incluso europeos, como España. Tal vez de entre ellas surja una movilización como la de 2013 y se promuevan cambios a largo plazo. No será posible lograrlo de la noche a la mañana, pero se deben lograr cambios de fondo en 10 o 20 años. Dilma lo sabe, ojalá lo logre, pues también es cierto que 36 millones de brasileños salieron de la pobreza gracias a los programas sociales del gobierno del PT, mismos que le valieron su reelección.

En fin, ni los mas duros embates de la prensa opositora, como el de la famosa revista Veja (Vea, en español), la que dos días antes de los comicios del domingo 26 de octubre, acusó, en información de portada, a Dilma y a Lula de que “Sabían todo” (“Eles sabiam de tudo”), respecto al escándalo de corrupción que cimbra a la estatal petrolera Petrobras, pudieron cambiar el resultado del balotaje: Dilma se reeligió. Alea iacta est (La suerte está echada), dijera Julio César al cruzar el Rubicón. Dilma Rousseff ya lo cruzó. VALE.