EDITORIAL
Durante los últimos 60 días, después de la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa y de intentos prefabricados por el crimen organizado para incendiar el país, las preguntas que se repiten con ansiedad, que van y vienen de un lugar a otro, gravitan entre el si ¿ya se acabó el sexenio?, el ¿qué sigue?, y si ¿hay solución?
Iguala y Ayotzinapa han provocado un cisma en la conciencia de los mexicanos.
El presidente de la república dejó ver durante el mensaje que dirigió a la nación el jueves pasado la gravedad y profundidad de la crisis.
¿Hay solución? Las crisis tienen solución cuando se aceptan, se conoce la justa dimensión que tienen y se encaran.
México está ante un severo quiebre institucional, estructural, pero junto con la solución política y jurídica tiene que haber una corrección en la conducta pública.
Es cierto, en los televisores vimos a un mandatario preocupado, con pleno conocimiento del problema. Con una propuesta clara y de fondo para desbaratar la red de complicidades y de corrupción entre el crimen organizado y las autoridades municipales.
Pero lo que también es verdad es que la sociedad estaba esperando que, en algún momento, tal vez al final de su discurso, el presidente, de cara a la nación, diera un mensaje —¿cómo llamarlo?— más ¿personal? Y que comprometiera a su equipo cercano a asumir una actitud más a tono con el drama social que hoy existe en la mayoría de los municipios del país.
La sociedad pide una conducta más humilde, más sencilla, más sobria, más republicana, con todo lo que esto pueda significar para la vida pública y privada de funcionarios que están al servicio del país.
Es importante destacar esto, en este momento y a esta hora porque la historia nos dice que las revoluciones, como la francesa, los derrocamientos o golpes siempre han sido facilitados cuando se comete el error de exhibir riqueza en medio de la miseria.
Para decirlo en forma más simple: en un país con una población eminentemente pobre, sin esperanza de movilidad social, inmersa en una realidad canalla que contrasta con fortunas insólitas, el estilo de gobernar tiene que ser llano y modesto.
Y esto tiene que ver con lo que el mismo presidente reconoció: el contraste entre un norte cuyo producto interno bruto ha crecido 40% y un sur conformado por Guerrero, Chiapas y Oaxaca donde, por muchos años, no han aumentado, ni una décima, los índices de desarrollo.
Algunos se han preguntado el porqué de la indignación y el horror que causó el secuestro y posible exterminio de los 43 normalistas; no se dio en el caso de la guardería ABC en donde murieron 49 niños. La razón es que Ayotzinapa operó como el espejo en el cual México vio reflejada su entraña.
Se reconoció en la imagen de un país donde la humillante pobreza explica todo: crimen, corrupción, impunidad, pero, sobre todo, denuncia de lo que el Estado mexicano ha sido capaz de permitir.
El impacto internacional que provocó el caso de los 43 desparecidos no es anecdótico. La gravedad radica en lo que sostenía el escritor Kurt Tucholsky: “Un país no se destaca únicamente por lo que hace, sino también por lo que es capaz de tolerar”.
Para la comunidad internacional, México es una nación donde sus gobiernos y sociedad han permitido que 55% de sus población viva en pobreza y en pobreza extrema, concentrada en municipios muchos más rezagados que Ayotzinapa.
La crisis estructural del Estado mexicano es también, por lo tanto, una crisis moral que se debe encarar. Haría falta un segundo mensaje. Uno donde el sacrificio familiar y personal de cada funcionario sirviera para aliviar el encono social.