Ayotzinapa

Raúl Jiménez Vázquez

¡Vivos se los llevaron! ¡Vivos los queremos! Éste fue el desgarrador grito que enmarcó la marcha que tuvo lugar hace unos días en la ciudad de México. En ella participaron más de 350 mil ciudadanos indignados por el cruel ultraje de que fueron objeto los normalistas de Ayotzinapa, principalmente estudiantes de la UNAM, IPN, UAM, UACM, UPN, Colmex, CIDE, Ibero, ITAM y muchas otras instituciones de enseñanza superior.

Consignas similares fueron lanzadas durante las numerosas movilizaciones efectuadas en numerosos puntos del país y en ciudades del exterior como Londres, París, Berlín, Barcelona, Madrid, Florencia, Helsinki, Copenhague, Ginebra, Buenos Aires, Santiago de Chile, La Paz, Caracas, Managua, San Juan de Puerto Rico.

Todo esto condensa el sentimiento generalizado de estupefacción, horror y coraje que ha provocado la tragedia que envuelve a 43 jóvenes, hijos de familias pobres, cuyo único afán en la vida es prepararse para desempeñarse como maestros en comunidades rurales e indígenas. Sin embargo, es preciso advertir que esta atrocidad no es aislada o casual, por el contrario, forma parte de una larga cadena de crímenes de lesa humanidad que estremecen la conciencia y que igualmente ameritan el repudio y la acción colectiva.

Durante la guerra sucia emprendida por el régimen en los años setenta y ochenta, más de 500 personas fueron torturadas y desaparecidas por el grupo represor denominado Brigada Blanca, hecho que se acredita palmariamente con el contenido de la recomendación 26/2001 de la CNDH y los abrumadores datos recogidos en el informe histórico de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado.

La cifra oficial de personas desaparecidas en el contexto de la guerra antinarco asciende a más de 26 mil, dentro de las cuales figuran 34 trabajadores de Pemex adscritos a la refinería de Cadereyta de los que desde 2007 no se tiene noticia alguna.

Lo anterior acredita la existencia de una práctica generalizada de violaciones graves a los derechos humanos atribuible a las tres instancias de gobierno.

La catástrofe de Iguala es un símbolo de la maldad humana, pero también constituye la coyuntura propicia para dar un golpe de timón y hacer un viraje estratégico hacia la verdad y la justicia. Aclarar las desapariciones forzadas del pasado y del presente, garantizar su no repetición, honrar a las víctimas, otorgar las reparaciones integrales a que haya lugar y castigar a los responsables es un imperativo ético, jurídico y político que no puede ser postergado.

Para tal fin, entre otras medidas, el Estado mexicano debe reconocer la jurisdicción del Comité de la ONU contra las Desapariciones Forzadas, lo que permitiría invocar en forma directa e inmediata la protección de este instrumento supranacional.