Héctor Anaya

 Entre tantos centenarios que en este moribundo 2014 se cumplieron de autores relevantes, tanto nacionales como extranjeros, hay uno que escasamente se difundió, el de Óscar Lewis, ya sea porque no se quiso llamar la atención hacia un hecho lamentable: la pretensión de criminalizar un libro, un escritor y un editor, pues es el autor de Los hijos de Sánchez, al que se acusó de ‘denigrar a México, difamar a un ex-presidente, difundir obscenidades, atentar contra las buenas costumbres, ultrajar a la moral pública y cometer el delito de disolución social’, o bien porque a Lewis se le ocurrió nacer el 25 de diciembre de 1914, fecha ajena a cualquiera agenda cultural. ¿A quién se le ocurre competir con Santa Claus, verdad?

Pero si ésta pudiera ser una buena excusa de la burocracia cultural, se le podría haber adelantado el festejo centenario en octubre pasado, cuando cumplió 50 años la aparición de su libro exitoso y revelador, que a quienes estudiábamos por aquellos tiempos ciencias sociales abrió la nueva perspectiva de estudiar la ‘cultura de la pobreza’ que proponía el antropólogo. El Fondo de Cultura Económica lo publicó en 1964, tres años después de su edición en los Estados Unidos, con gran aceptación internacional de los especialistas en la materia, que dieron la bienvenida a una nueva manera de estudiar la condición de los humildes, confirmación de los planteamientos hechos en su anterior Antropología de la pobreza, un enfoque distinto de los ‘condenados de la Tierra’.

Y si bien se puede encontrar cierta lógica en que las instituciones culturales no hayan querido recordar el episodio ignominioso de que a mediados del siglo pasado el régimen autoritario de Díaz Ordaz haya querido encarcelar al libro, al autor y al editor, no se entiende porqué los antropólogos y en general la gente de cultura, los académicos, hayan hecho caso omiso de los dos motivos de festejo: los 100 años de Lewis y los 50 del libro.

Todo empezó en 1965, aunque la primera edición del libro apareció en octubre y la segunda en diciembre del mismo 1964, ya cuando Gustavo Díaz Ordaz había tomado posesión de la presidencia formal, ya que antes la había ejercido de facto, du-rante el régimen de López Mateos, cuando el mexiquense dejó en manos del oaxaco-poblano la dirección política del país, para dedicarse a sus aficiones vitales: viajes-viejas y bohemia.

El 9 de febrero de 1965, fecha emblemática, pues otro 9 de febrero pero de 1913 comenzó la Decena Trágica que culminó con los asesinatos de Madero y Pino Suárez, Luis Cataño Morlet, abogado y no antropólogo, pronunció una conferencia en la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística (SMGE), en la que sostuvo que Los hijos de Sánchez era una obra obscena y denigrante para el país, lo que motivó que dos días después la añeja institución de escaso peso cultural presentara formalmente la denuncia contra la obra, el autor y el director de la editorial, Arnaldo Orfila Reynal y de paso contra la Junta de Gobierno, integrada por secretarios de Estado y directivos de instituciones culturales y financieras.

La acusación, grave en principio, se volvió más inquisitorial, cuando la ratificaron el 23 de febrero de 1965, el presidente de la SMGE, José Domingo Lavín y el vicepresidente Manuel Ramírez Arriaga, quienes agregaron a la denuncia original los cargos de ‘faltas a la moral pública, difamación y disolución social’. Este último delito, caracterizadamente político, se cometía al difundir ideas, programas o normas de cualquier gobierno extranjero, que afecten la soberanía, casi casi traición a la patria, y al inducir actos de sabotaje o subversión. ¿Eso podría provocar un libro?

Otros miembros de la SMGE, que aceptaron no haber leído el libro, sino sólo saber de él por la conferencia de Cataño Morlet, se agregaron a la denuncia, que nunca se supo si fue en realidad una iniciativa de la decimonónica agrupación o si obedeció a una instrucción de Díaz Ordaz, pues fue notoria su inquina contra el libro y el editor, pues aunque la Procuraduría consideró que no se habían acreditado los elementos de los delitos denunciados y absolvió a libro, autor y editor, el 10 de noviembre determinó correr al director del Fondo de Cultura Económica, Arnaldo Orfila Reynal, y sustituirlo por el opaco abogado, ajeno al oficio de editar, Salvador Azuela, amigo de Díaz Ordaz, que fue mal recibido y motivó separaciones de empleados a quienes hubo que indemnizar, en demérito del presupuesto del FCE. Pero, además, el ‘escarmiento’ que pretendía Díaz Ordaz no funcionó porque en apoyo de Orfila Reynal, la comunidad intelectual de México aportó fondos para crear una nueva editorial, Siglo XXI, que produjo libros de fondo político social, más radicales que los del FCE:

¿Qué le encontraron de subversivo, de difamante, de contrario a las buenas costumbres, de obsceno, de disoluto, de ultrajante al pudor y de otros delitos, al libro de Óscar Lewis los denunciantes -o el gobierno de Díaz Ordaz, que tal vez los usó de parapeto (entre ellos un vicealmirante llamado Oliveiro F. Orozco Vela, de oscura memoria).

Es posible que lo que molestó a esas buenas conciencias sean las percepciones de la realidad política y social de hace seis décadas, que tienen una lacerante actualidad y de las cuales dejaba constancia el jefe de la familia Sánchez, Jesús, quien se quejaba de la corrupción política y judicial, de la manera cómo con dinero de los narcotraficantes (¡en 1946!) había llevado a Miguel Alemán a la presidencia, de la forma como se han enriquecido los presidentes, de los bajos salarios, de la inflación, de la necesidad que tienen muchos de irse de braceros, porque en México no encuentran trabajo ni vislumbran cambios próximos y por ello buscan su bienestar en otro lado.

¿Serán esas acusaciones, tan actuales, por permanentes, las que impidieron celebrar en este año la aparición de un libro que fue tan significativo en la academia, por las aportaciones hechas a la investigación científica de la ‘cultura de la pobreza’? ¿O no les habrá gustado una frase de Lewis que puede parecer crítica para las prácticas de un gobierno que no ha dejado de manifestarse en favor de la pobreza? Decía Lewis que lo importante no es acabar con los pobres sino con la ‘cultura de la pobreza’ y ésta sigue intocada en todos estos años. Hay populismo, asistencialismo, caridad pública, reparto de comida, ‘pensiones de la tercera edad’, pero ninguna acción contra la ‘cultura de la pobreza’.

El episodio de las acusaciones contra un libro, que en última instancia es también una persecución contra la libertad y la inteligencia, tuvo por fortuna un corolario positivo, porque al frente de la Procuraduría General de Justicia de la República, estaba un real jurista, el licenciado Antonio Rocha, cuya resolución ejemplar desestimó las acusaciones formuladas a la ligera, que tal vez otro Procurador sí habría aceptado.

El dictamen de Rocha debiera ser texto obligado en las escuelas y facultades de Derecho de todo el país y también tendría que formar parte del propedéutico de quienes aspiran a ser procuradores, porque desmenuza las acusaciones, compara los dichos de los denunciantes con los juicios de los mejores representantes de la cultura de entonces y rechaza una por una las presuntas violaciones a la ley, que tanto el autor como el editor habrían cometido y considera que «sería mucho más inquietante a la libertad y al derecho», someter a juicio al libro, al autor y al editor.

Lástima que ya no haya de esos procuradores y es lamentable también que Antonio Rocha haya dejado la Procuraduría General en 1967, para ir a gobernar San Luis Potosí, porque tal vez a todos los acusados en el 68 por el gobierno de Díaz Ordaz del represivo delito de disolución social, también los habría puesto en libertad, como no aceptó que Los hijos de Sánchez encajara en las acciones denunciadas, supuestamente por producir rebelión, sedición, asonada o motín, o afectara la soberanía nacional las opiniones de Jesús Sánchez, en el sentido de que debiera gobernar al país un presi-dente estadunidense.

Un procurador a modo, aceptó en cambio en 1968 que los presos políticos derivados del Movimiento Estudiantil sí eran sediciosos, subversivos y amotinados, pues pretendían ‘someter la soberanía nacional a los rusos y los cubanos’.

Y lo grave es que se han revivido con otros nombres los delitos de motín, subversión y disolución social, so pretexto de que hay asociación delictuosa al reunirse la gente para protestar pacíficamente en manifestaciones, contra leyes, normas y programas que no consideren benéficos para la población.

Si hoy ‘todos somos Ayotzinapa’, por el peligro que entraña la posibilidad del secuestro y de la ejecución, antes todos fuimos ‘los hijos de Sánchez’, por el riesgo que representó ser juzgados y condenados por decir una verdad distinta a la oficial.