David Boyás
En 1963 la editorial española Seix Barral entregó por primera vez el Premio Biblioteca Breve de Novela a una obra mexicana. El galardón lo recibió el escritor jalisciense Vicente Leñero (1933-2014) por una novela de 250 páginas cuyo éxito la llevaría a ser montada en el teatro bajo la dirección de Ignacio Retes y presentada en el cine con el rostro protagónico de Ignacio López Tarso.
Lo anterior es importante porque comprueba el éxito de la novela entre la crítica. Sin embargo es el público el que determina cuáles son las obras artísticas que merecen formar parte de su patrimonio ideológico y, en el caso de Los albañiles, el aplauso de los lectores es el premio mayor.
Tal vez el gusto por la novela –gozo nunca libre del estruendo tremendo que da el recordar los pasajes terribles que cuenta Leñero– se deba a la plena identificación que puede sentir cualquier lector con la trama.
A través de un crimen y su investigación, la mente y las personalidades de todos los individuos involucrados se muestran desnudas de una forma casi antropológica, por lo directo de las acciones, por la manera de presentarnos la realidad cotidiana sin adornos. Leñero deja que sus personajes actúen sus propias desgracias. Son, más que seres literarios construidos dentro de una narración, los seres literarios que encerramos todos y cada uno de nosotros en nuestra vida diaria, contradictorios, poéticos y pusilánimes.
La construcción es el lugar perfecto para la desenvoltura de estos hombres y mujeres. Ahí convergen todas las clases, todos los estilos, niños, niñas, ancianos, el ingeniero, el transportista, el plomero y el velador. Como la desnudez de las varillas y la impregnación del yeso, quedan expuestos y al alcance todas las debilidades, sueños y mezquindades que somos capaces de alojar los seres humanos.
Pero la presentación de los sórdidos endemoniados mexicanos (por recordar a Dostoievski) no justifica nunca el descuido del lenguaje. Tampoco intenta Leñero un engolosinamiento vano. Memorias, confesiones, diálogos internos, imágenes de ensueño y realidades violentas se sobreponen sin transición marcada, con lo que el autor logra dar el efecto no de un texto costumbrista, sino de una verdadera reflexión. Reflexión sobre la vida cotidiana que, como en gran parte de la novela latinoamericana del siglo XX, está impregnada de lo que Alejo Carpentier llamó lo “real maravilloso”.
Engañosamente policiaca, tras una detenida lectura logramos darnos cuenta del verdadero objetivo de la pesquisa. No hay un asesino. No hay asesinado. Todos son los culpables, porque todos guardan dentro de sí algún rencor, o arrastran de su pasado algún dolor irreparable; todos, absolutamente todos, incluso el lector, son los verdugos, no de un anciano velador, sino de cada ser humano que hemos dejado carcomerse en sus vicios, por no poder – ¿o no querer?– salvarlo cuando sufría como los mártires más virtuosos, o cuando simplemente sufría. Hasta los verdugos son también víctimas.
Si hay un libro que hable al mismo tiempo de lo torcido de la sociedad mexicana y del hombre en general, desnudo frente a su miseria espiritual, es Los albañiles. En pocas obras acuden seres tan diferentes a sentarse a una mesa donde han de exponer todas sus mezquindades, ya sin máscara, pues ante la sangre derramada ya poco se puede fingir.
A todos los personajes, independientemente de su clase u origen, los une e iguala una cosa: la capacidad de poder sentir por los demás y por sí mismos lástima, aborrecimiento y, a veces, amor.
La captación de esos sentimientos, su puesta en escena de forma directa, sin exageraciones poéticas ni eufemismos, así como el uso del lenguaje casi con tintes surrealistas, hacen de Los albañiles una de esas novelas que no dejan a nadie ileso tras su lectura, por el contrario, hace que nos miremos al espejo y estemos convencidos de que en el fondo, aunque sea por un segundo de nuestro pensamiento en una partícula de nuestra memoria, nosotros, sí nosotros, somos culpables.