Carmen Galindo

 Con motivo de su 25 aniversario luctuoso, el Instituto de Cultura Sinaloense nombró a 2015 Año de Óscar Liera. El dramaturgo, casualidades del destino, nació el 24 de diciembre de 1946 y murió a los 43 años, el 5 de enero de 1990. Un día, y eso es lo quiero relatar, Óscar me llamó por teléfono y me convidó a una representación de una de sus obras. Como siempre que alguien me llama a plazo fijo, traté de escabullirme. Óscar no me dejó, su argumento fue, creo, que se trataba de la última función y no podía cambiar la invitación para el otro fin de semana. Me dejaría los boletos a mi nombre en la taquilla del teatro el 28 de julio. Tiene que haber sido un sábado, porque era el único día de descanso que compartíamos mi hermana Magdalena y yo cuando trabajábamos en el periódico. El año, 1981. Al atardecer, nos fuimos al Teatro Juan Ruiz de Alarcón, en el Centro Cultural Universitario, lo que se conoce como Cultisur.

Entramos al teatro, como todo mundo, al pie del escenario y buscamos mi lugar favorito en la segunda fila en la mera orilla para distraer mi claustrofobia. No nos dimos cuenta, eso lo recordaría después, que la primera fila estaba ocupada íntegra sólo por hombres, ni una sola mujer y todos jóvenes.

La obra era una farsa, un género que disgusta a mi hermana. Su título, poco atractivo según yo, era Cúcara y Mácara. Sin embargo, por tratarse de Óscar estábamos contentas. Se trataba de la aparición de la Virgen Siquitibún y de las hermanitas que tenían el rebozo con su imagen. En escena empezaba una procesión y se aproximaba obviamente cierto sacrilegio fársico. Aclaro que ni mi hermana ni yo somos católicas, pero recuerdo que le susurré en medio del barullo de la procesión en escena, “qué bárbaro, creo que se le pasó la mano”. En ese preciso momento, se oyeron dos gritos y desde el fondo del teatro bajaron unos muchachos corriendo en fila. Los gritos que yo oí entonces, fueron una orden: “Ahora”. Los asistentes al teatro dijeron más tarde que el grito fue “Guadalupanos”. Los muchachos de la primera fila, justo delante de nosotros, subieron al escenario, formaron una barrera con las manos entrelazadas y viendo al publico. Los actores estaban detrás de la barrera humana. Se oyeron gritos, vidrios que se rompían. Me recuerdo que entonces estaba de moda la canción que dice: “Hay que sueño tan profundo es el amor”. Al rememorar los hechos pensé que el arte es un sueño profundo, porque todos los espectadores nos quedamos quietos y sólo cuando un joven en filas atrás dijo: “es en serio”, mi hermana y yo nos levantamos y tratamos de salir del teatro. Unos guadalupanos, supimos después, salieron por las ventanas de los camerinos. Los otros pasaron junto a nosotros y alcanzaron una puerta intermedia. El muchacho que nos impidió la salida a mi hermana y a mí, lo hizo con total cortesía, sólo se colocó en el pasillo y extendió la mano indicando que no nos moviéramos, luego corriendo siguió a sus compañeros. Me imagino que cada fila fue bloqueada para que ellos abandonaran el teatro sin tropiezos.

Sobre el escenario, en el centro, estaba uno de los actores, un muchacho, como se dice ahora, “pequeño”. Estaba literalmente bañado en sangre. Pensé que estaba muerto, por fortuna no era así. Algunas actrices, sollozaban. Luego supimos que a ellas sólo las inmovilizaron, mientras golpeaban a los actores, entre ellos, Enrique Pineda, el director de la obra que estaba haciendo una suplencia. La acción había durado no más de siete minutos, hay quien dijo que tres. La mayoría del público permaneció en el teatro auxiliando a los jóvenes actores. Nosotras salimos a buscar ayuda en la taquilla del Juan Ruiz de Alarcón, pero no había nadie. Fuimos al teatro de junto, al Sor Juana Inés de la Cruz, pero tampoco. Buscábamos un teléfono para llamar a la cruz roja y no lo encontramos. (No existían los celulares entonces). Finalmente decidimos ir al periódico, donde trabajábamos, para informar y a medio camino, al llamar, nos contestó Lorenzo Ordaz del suplemento diario Metrópoli y nos dijo que él también estaba en el teatro y que la denuncia ya estaría en primera plana el día siguiente. Y así fue. A este hecho, hoy se le califica como el peor ataque que haya sufrido el teatro en México.

Al día siguiente, se organizó una manifestación, la más pequeña de todas las que yo haya asistido, éramos unas 200 personas. Hay quien llegó a calcular 600. No sé. La encabezaba, me recordó el crítico de cine Luis Terán, quien también fue, la señora Rosario Ibarra de Piedra. Para la manifestación, los teatristas iban ataviados de modo sorprendente con trajes de fantasía y hasta sombreros extravagantes, mientras tocaban instrumentos musicales. Éramos pocos, pero hacíamos mucho ruido y la gente se detenía a mirar con curiosidad y agrado, pero la que llamaba más la atención, incluso entre el propio contingente, era Ninón Sevilla, estrella de la época de oro del cine nacional, la reina de las rumberas. Fuimos a la Secretaría de Gobernación, unas amenazantes patrullas nos cerraron el paso y prácticamente nos encerraron en la estrecha calle. Se permitió la entrada a una pequeña comisión que, si no recuerdo mal, era encabezada por Luis Cisneros, del Centro Libre de Experimentación Teatral (CLETA). Mientras esperábamos, un tiempo que parecía eterno, Ninón bailó. Extraña coincidencia que la más famosa rumbera, muriera el pasado 1 de enero de 2015 y de algún modo quedara, de nueva cuenta, unida a Óscar Liera en mi memoria.

Unos 15 días después, el cardenal Ernesto Corripio Ahumada, registrado en fotos periodísticas, dio a un grupo de jóvenes una charola de plata, se dijo, aunque sólo fueron rumores, que esos muchachos eran los del Muro (Movimiento Universitario de Renovadora Orientación), un grupo entrenado por la Iglesia. El gobierno ordenó que la obra teatral fuera retirada, de cualquier manera los muchachos de la Compañía Infantería Veracruzana estuvieron semanas en el hospital, alguno con conmoción cerebral.