Patricia Gutiérrez-Otero
(Primera de dos partes)

 La justicia es virtud —fuerza o poder— que el ser humano puede ejercitar y ejercer por su propio bien y por el de los otros y, a últimas fechas, por lo otro no considerado personal: la naturaleza, por ejemplo. De las virtudes morales (la fortaleza, la templanza, la prudencia), la justicia es la virtud fundante, aunque se logra a través de ejercitar la razón y la voluntad por medio de las otras tres.

La justicia es la que le da al otro lo que le es debido y es equitativa tanto con los individuos como con el bien común. Para Platón, en la polis la justicia también se relacionaba con que cada uno llevara a cabo la tarea que le era asignada: la de sabio o gobernante, la de guerrero o la de artesano; papeles que eran inamovibles, y que en la actualidad ningún pensador serio propondría, aunque en la práctica social algunos adoptan este comportamiento en relación consigo mismo o con otros. En Aristóteles, la justicia fue más subjetiva, y equivalía al punto medio entre dos extremos, por ejemplo: ni no dar nada a los otros ni darles el alimento indispensable para la propia sobrevivencia. Él ya distinguía entre justicia conmutativa (igualdad entre lo que se da y lo que se recibe) y distributiva (conlleva la equidad, evita que se cometan abusos, toma en cuenta a las personas). La moral cristiana, heredera del pensamiento grecolatino puso el acento en el aspecto moral de las virtudes, con su redundancia en el mundo social: la justicia equivale a dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece, o que merece recibir por su dignidad humana aunque no sea capaz de ganarlo: un inválido, por ejemplo.

La justicia es una virtud claramente social, que permite que vivamos juntos unos con otros en una organización regida no sólo por reglas y leyes, sino por un ethos, por el ejercicio de virtudes que desde el interior animan tanto el actuar cotidiano como la toma de decisiones emergentes. Sin embargo, como he insistido en las últimas tres entregas, estas virtudes no han sido privilegiadas en la sociedad, muy por el contrario, y no es aquí el lugar para explorar las razones individuales o colectivas de este comportamiento. Las diversas religiones, y la ética en tiempos recientes, las han inculcado de diversas maneras y a través de diferentes paradigmas para que su ejercicio contrarreste lo que también la tradición occidental llama los pecados capitales (de caput, cabeza) o actos destructivos que en sí mismo conllevan muchos otros actos que en vez de construir, destruyen: la gula, la lujuria, la pereza, la ira, la envidia o celos, la avaricia o codicia y la soberbia. Tendencias que se vuelven hábitos que antaño se practicaban de manera oculta y en secreto, a menos de pertenecer a grupos de poder que se permitían mostrarlas de manera ostentosa. La justicia, virtud fundadora, se ve afectada, como las otras, por la exacerbación capitalista de estos vicios que de privados se vuelven públicos, como lo indicó Mandeville en su Fábula de las abejas.

Además, opino que hay que respetar los Acuerdos San Andrés, anular las reformas a la Constitución, bajar los salarios a los grandes burócratas y aparecer a los 43 normalistas de Ayotzinapa.