BERNARDO GONZALEZ SOLANO

Se necesitarían varios William Shakespeare para escribir los truculentos dramas cotidianos en la vida de la casi increíble familia real  saudí –una de las cuatro monarquías absolutas que subsisten en el mundo– que mantiene el poder en el Reino de Arabia Saudita desde 1932 (aunque sus orígenes se remontan a 1745 al fundar Mohamed Ibn Abdel Wahhabi el wahhabismo), cuando se inició la etapa moderna de la monarquía Saud en este reino tribal que por azares del destino es un país riquísimo asentado sobre los principales yacimientos petroleros del planeta, pero que rige la vida ciudadana (de casi 30 millones de personas) de acuerdo al wahhabismo, corriente puritana y rigorista del Islam suní, en pleno siglo XXI, cuando los Estados teocráticos deberían ser asunto del pasado. En los dominios de los Saud, la religión está al servicio del poder absoluto.

Solo como punto de referencia, hay que recordar que en el año 2013, Arabia Saudí concretó con el gobierno de Estados Unidos de América (EUA) un contrato de armas por valor de 60,000 millones de dólares a quince años, la mayor venta de armas a un solo país en la historia del mundo hasta el momento. Mientras, hace pocos días en Riad se condenó a un “impío” bloguero a 1,000 latigazos por ofender al Islam. Y no hay poder humano que pueda echar por tierra esa condena. Por eso, el lema de la monarquía saudita es: “No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta” y su himno: “Larga vida al rey”. Los tres pilares del reino son: la familia Saud; el petróleo, fuente de su riqueza, y el wahhabismo. Ni los cuentos de Scherezada en Las mil y una noches. El asunto se humaniza cuando un rey saudí muere.

El viernes 23 de enero pasado, fue enterrado en una humilde tumba, sin nombre y sin otra marca, el rey de Arabia Saudita, Abdallah Ben Abdel Aziz Al-Saud –uno de los hombres más ricos y poderosos del mundo: su fortuna se calculó en 21,000 millones de dólares– respetando escrupulosamente los ritos islámicos. La tradición musulmana dispone inhumar rápidamente a los difuntos. El riquísimo rey fue sepultado apenas quince horas después de su muerte. Las exequias fueron austeras, conforme a la costumbre: el cadáver, envuelto en una mortaja amarilla, se llevó a la mezquita del imán Turki, en Riad,  y depositado en el suelo; se rezó una breve oración frente a los miembros de la familia real (todos varones), entre ellos el nuevo rey, Salman Ben Abdel Aziz, y los raros dirigentes musulmanes extranjeros llegados a tiempo, el rey de Jordania y el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan. Así terminaba el tránsito terrestre de este hombre tan poderoso, el quinto rey saudí descendiente de Abdel Aziz Al-Saud, fundador del Reino del Desierto (Arabia Saudita), que gobernó de 1932 a 1953. Abdalá (1924-2015), hijo de la octava esposa de Abdel, fue rey saudí de 2005 a 2015. Solo Alá, sabrá cuánto tiempo gobierne el rey Salman (1935), hijo de la sexta esposa de Abdel. En tanto, Abdallah reposará en una tumba anónima del cementerio público de Al-Ud, en Riad, para la eternidad. No se dispuso periodo de duelo. En tierra wahhabita las demostraciones de duelo son mal vistas, dado que la muerte es considerada allí como la voluntad de Dios: un ser humano no puede discutirla ni lamentarla. El extremo rigorismo de esta rama del salafismo (imitación de los ancianos, en árabe) rige la vida de sus creyentes sin excusas, sean simples ciudadanos, príncipes o jefes de Estado. Muerto el rey, viva el rey. Y para la monarquía saudita, el sostenimiento de la institución wahhabita es una condición sine qua non de su supervivencia y de su legitimidad.

Si alguien sabía qué hacer para asegurar la continuidad de su dinastía, fue el fundador de la misma, Abdel Aziz Al-Saud, que tuvo 44 hijos (varones) con 22 esposas legales. Bien dice Lluis Bassets: “La función del rey es procrear y mantenerse en el poder…Reinan cuando les toca y colocan a sus hijos más capaces en los puestos clave del Gobierno y de las fuerzas de seguridad, defensa e inteligencia, además de prepararlos para reinar. Con el actual, Salman, 79 años, son ya seis los hijos de Saud que han reinado y queda todavía Moqrim, 69 años, sucesor ya designado (por Salman) a la espera. El siguiente, Mohamed bin Nayef, 55 años, es el primer  nieto de  Saud que llega tan alto y deberá esperar a la muerte de sus dos tíos para ese relevo a la tercera generación que todavía no ha tenido lugar”, pero que sin duda lo tendrá.

Todo esto es enormemente exótico, supera cualquier cuento de Las mil y una noches. Pobre Scherezada. En estos tiempos ya no tendría posibilidad de salvar el cuello contándole sus historias al rey.

El hecho es que el vigésimo quinto de los 44 hijos del rey Ibn Saud, Salman bin Abdulaziz (79 años) es el nuevo rey saudí y su llegada al trono ya produjo un terremoto interno en la “casa de los 7,000 príncipes” de la prolífica familia real del “reino del desierto”. En momentos especialmente difíciles para la superpotencia petrolera. El precio del crudo continúa a la baja –y los pronósticos no son halagüeños–, y las amenazas externas aumentan para el país guardián de los lugares sagrados del islamismo: La Meca y Medina. Uno de los tradicionales rivales de Riad, el régimen iraní, no cesa en sus proyectos nucleares e incluso ha dado pasos en firme en la relación diplomática con Washington amén de su fortalecimiento con el arribo de los chiíes al poder en Irak y la supervivencia de Bashar Hafez al-Assad (1965), que en cinco meses cumplirá 15 años de mantener el poder en Siria que sufre una guerra intestina con más de 200,000 muertos en un conflicto que en pocas semanas cumplirá cuatro años de duración. Respecto a los suníes, la monarquía saudí está más amenazada que nunca por los movimientos yihadistas del Estado Islámico (EI) y su califato, y por Al Qaeda, que acusan a la familia Saud de apóstata por su alianza con Occidente, y especialmente con EUA.

La relación entre Riad y Washington no es de ayer. Desde el pacto de Quincy suscrito en  febrero de 1945, pocos meses antes de que terminara la Segunda Guerra Mundial, entre Abdel Aziz Al-Saud y el presidente Franklin Delano Roosevelt, la brújula del rey saudí siempre señala a la Casa Blanca. El famoso encuentro de ambos personajes a bordo de un barco de guerra en el canal de Suez se ha revelado como uno de los acuerdos más sólidos de la historia, hasta la fecha: uno garantiza el suministro de su petróleo (que parecía inacabable aunque ahora las prospecciones lo fijan para el año 2030) y el otro ofrece protección y seguridad.

A valores entendidos, la relación diplomática entre EUA y el Reino de Arabia Saudí no cambiará en lo fundamental. El presidente Barack Obama encabezó la comitiva para presentar las condolencias del pueblo estadounidense al nuevo soberano saudí. En el grupo, Obama incluyó a personajes republicanos bien vistos en Riad. En tan estrecha relación, ambos gobiernos saben que Salman llegó al trono en un tiempo de desafíos sin  precedentes, inmerso en un caos regional de difícil solución aparte del desplome del petróleo que el propio Riad no ha querido enfrentar decididamente.

Muchos nubarrones en el Reino del Desierto. “¡El rey ha muerto, viva el rey!”. VALE.