Carlos Santibáñez Andonegui
Confiarle a la poesía memorias de vida, es disparar a uno de sus más firmes blancos: el poder del signo evocativo. Tenemos aquí la quintaesencia de un autor abrasado por el fuego de sueños e imágenes, que entran en nosotros desde la primera impresión, y nos hacen crecer a medida que avanzamos en ellos, por ejemplo en la Oda al Elefante, Bestia pura, con su nariz que es mano y al mismo tiempo detectora de viandas, que ha venido a nacer en estos tiempos de expansión demográfica, que no permiten a su vasta materia los necesarios espacios esenciales, y aún así, se tiene la osadía de extraer sus colmillos. “Se dice así que existe una esperanza: elefantes que nazcan sin colmillo”. Utiliza el humor en la medida que afirma: “Me voy a adelgazar bajo la risa/ para entrar por debajo de tu puerta”.
Desde los que aparecen al principio, hasta los escritos en el lejano 1963, sus poemas atrapan cual la Oda a la Pimienta o a las Papas Fritas, al agua o al fuego, y al venir el invierno, como expresa un poeta: se pone edad en los recuerdos, así lo ha hecho Arturo Arredondo al brindarnos sus “Odas de un invierno luminoso”, con la paciencia de quien queda en el alma; “nos dejamos educar de aquellos que nos aman”…
La antología de los siete poemarios que Arturo Arredondo ha escrito a lo largo de su vida y aquí compila para nosotros, es algo entrañable, se adhiere con fuerza a quien la hace suya y redescubre a través de su lectura.
Diría que la poesía es el mejor resguardo de lo que se puede transmitir y enseñar. La búsqueda de Arredondo es la magia de lo simple esencial. En momentos de duda como los que se ciernen sobre esta abatida humanidad, alguien entenderá que es importante este estilo de suprimir adornos, suprimir todo adorno que no venga al caso y sustituirlo por una mirada permanente a la humanidad, que aun en la carencia encuentra su consuelo: “Al acostarse, nos dice Arturo, la cama es pura… Una sábana blanca/ en medio del océano”. Alguien “beatlemaniacamente”, en tanto “el sol esplende sobre los tejados”, arremete de nuevo con Let it be, tarde ya “cuando el último de los trenes ha partido”, la poesía con Arredondo es algo de aquellas “hojas esenciales para curarnos”, a las que nos convoca al hablar de frente al agua, con una impavidez casi atávica, como volviendo de un largo sueño de miles de años y colores que lo trajo hasta aquí, y sólo entonces se acuerda que en el principio era un vagabundo: “Se nos ha olvidado —confiesa— que empezamos vagando,/ buscando comida como perros sin dueño,/ luego en un pequeño salto descubrimos el fuego… y pasamos a comer”.
La mejor lectura es la que anda así, cual vagabunda, con el libro en las manos, el lector adhoc como quería Alfonso Reyes, que ronda por lo escrito como perro sin dueño, y he aquí que de un salto, de un pequeño salto, descubre a Arturo Arredondo, escritor chiapaneco, nacido al final de la década de los treinta, de quien hay que aprender lo que existe al interior de una flor, de un fruto, que toda agua es sagrada, que el fuego crepita, relincha, obsesionado con su poder, en tanto que el mortal le obedece, itinerario real de la humanidad: “Bien decían los aztecas/ que sobrevendrá la muerte/ y no será pena o castigo/ sino un eslabón más/ de esa cadena interminable que es la vida”.
Darwin nos quitó el origen divino pero es divino que el corazón nos muestre por origen el centro mismo del amor, aunque sea a costa de apoderarse de los latidos que caen entre sus redes. El poema “Ten cuidado con mi corazón”, fue incluido en la edición 2005 de la antología intitulada Los mejores poemas mexicanos, compilados por la acuciosidad de Francisco Hernández, la poesía es vida propia dentro de ámbar oscuro, conserva “la belleza de una abeja o una mosca/ detenidas en el tiempo”, ejercita de oficio su dignidad: “La tapa del dentífrico/ salta al suelo/ como si riera de ti”. Donde vemos también el empleo de la segunda persona o técnica dialógica. El valor de la impronta elevada al máximo: “la planta trepa el árbol/ intentando cubrirlo/ apoderarse de toda claridad”. O la declaración de atardecer: “la tarde está al caer/ y la vida continúa”, que sólo puede hacer quien comprende mi barco está al partir, y ha descubierto ya “las diferencias entre miedo, pena, dolor, ira, rabia, coraje, trabajosamente a lo largo de la vida”. Las siete secciones del poemario abarcan lo más candente de la producción del autor entre los años 1963 a 2008, un autor sagaz que como narrador y crítico de cine, sabe dar vuelta a las cosas en esa crónica de la brevedad que permite el cuento, en opúsculos como El camino a Bagdad está lleno de tentaciones, o Es que yo soy todos los hombres, y cuando sube al piso más alto, a la poesía, admite: “Como un brujo ebrio/ revuelvo el caldero”. En “Tapachula en mi corazón” dice a su tierra: “Te llevaré siempre en mí/ como un tatuaje”. Su “playa de arena gris que se alarga al infinito”, en ella, “al caer el sol/ las sombras se apoderan de todo”. En medio de las cosas aprendidas, la vida es un arroyo que se va, pero queda un testigo, el ser amado a quien el poeta anuncia: “en mis brazos/ vas a cantar la canción/ de la vida”, es lo ganado de mirada en mirada: “Soy deseo y crepito como llama”. He ahí la Flama total. A fin de cuentas, lo aprendido, zarza en fin que arderá sin consumirse porque cuando se ama de veras se comprende con Arturo, que “Apenas estamos aprendiendo/ el amor”.
Arturo Arredondo, Flama total, (Col. Las Alas del Sueño, 14). Biblioteca Chiapas, Coneculta, México, 2014.