EDITORIAL

 

 

 

El eje del bien y del mal, del privatizar o no, ha impedido ver lo más importante: el agua, como lo reconoció el presidente de la Coordinación Política de la Cámara de Diputados, Manlio Fabio Beltrones, es un asunto de seguridad nacional.

Ése y no otro tendría que ser el espíritu de la nueva Ley General de Aguas. Por ahí tendría que empezar su discusión y, en su caso, su aprobación, modificación o rechazo.

En el debate no se advierte, sin embargo, que se esté privilegiando esa visión, cuando de ello depende impedir que la nueva ley se convierta, en un contexto nacional explosivo e inestable, en un pretexto adicional para que el país entero se levante en armas.

El agua no es igual al petróleo. Aunque los recursos energéticos también son un asunto de seguridad nacional, el agua, además de serlo, está directamente relacionada con la vida humana, con el derecho humano, como lo reconoce la Constitución.

 Los académicos Pedro Moctezuma y Elena Burns, integrantes de Agua para Todos, asociación civil constituida por universidades y ciudadanos organizados, señalaron que la Ley General de Aguas fue elaborada para dar respuesta a las grandes necesidades nacionales y extranjeras que explotarán los hidrocarburos con el consecuente despojo a pueblos indígenas.

Si el argumento de esa ONG es cierto, tendrá que ser modificada la ley; y si no lo es, los legisladores están obligados a demostrar que los académicos están equivocados.

En estos casos hay que aprender de la historia. En 1999, el Banco Mundial obligó al gobierno de Bolivia a privatizar el suministro de agua en Cochabamba, una provincia eminentemente agrícola. La multinacional Bachtel aplicó lo que los bolivianos llamaron el “tarifazo”: un aumento radical y desproporcionado del precio del recurso que derivó en una confrontación entre la fuerza pública y los ciudadanos.

Ese enfrentamiento —que arrojó muertos y heridos— es conocido como “guerra del agua” y se dio en medio de una crisis económica, no igual, pero similar a la que hoy vive México.

“¡Aguas con el agua!”, dijo por ahí alguien en medio del debate. Y es que, el tema, además de estar directamente vinculado con la estabilidad del país, también lo está con la geopolítica.

No sólo las reservas de petróleo están a punto de extinguirse, también existe un proceso de desertificación y agotamiento de manantiales de agua potable en el planeta. Estados Unidos, China, Europa, comienzan a tener sed y saben que México, con Chiapas y Tabasco, y Brasil, con el Amazonas podrían saciarla.

La mención no es ociosa. África ha sido víctima de la sobreexplotación de sus cuencas para atender el mercado europeo de agua embotellada.

Si hablamos con honestidad, el agua no está ni ha estado desde hace mucho tiempo en la agenda nacional. A pocos o a ningún gobierno les ha interesado. Prueba de ello es la escasez y la falta de justicia social en su abasto, calidad y distribución.

México podría colocarse en una posición de vanguardia si logra que la sociedad se apropie de una ley cuya discusión debe servir para construir una cultura del agua.

Circunscribir el análisis y aprobación del nuevo marco reglamentario a los muros del Congreso sería un error. La ciudadanía en sus diferentes representaciones tiene que ser escuchada y sus propuestas incorporadas.

De otra manera, las presas, de por sí llenas, se pueden reventar.