Pável Granados

 

Me hubiera encantado conocer a Rafael Solana, para escucharlo hablar de Verdi, de arquitectura italiana, de teatro inglés, de poesía francesa, de sus viajes, de cómo son los teatros en Europa. Me hubiera gustado preguntarle cómo era Octavio Paz de joven, en dónde hacían la revista Taller, cómo era la Escuela Nacional Preparatoria, dónde se escuchaba la música sinfónica antes de que existiera la Orquesta Sinfónica Nacional. Me hubiera gustado que me platicara de los cantantes de ópera de otros tiempos, a los que conoció en el Toreo de la Condesa, en donde su padre llegó a trabajar en la producción de algunas de ellas. Que me contara cómo era la colonia Roma. Por ejemplo, la cantante Josefina Llaca que “en la casa de Luis Freg, en las calles de Chihuahua, en cuyo zaguán nos toreábamos unos a otros Arturo Arnáiz y Freg y otros chicuelos, cantaba trozos de El trovador, en aquellas tardes de domingo en que se reunían las amistades de la familia para felicitar al Rey del acero por algunos de sus triunfos en el ruedo”. Porque me gustaría evocar esas calles de la colonia Roma de antes, refinadas, cultas y burguesas. Que me contara cómo era la Sala Chopin, en donde estrenó varias de sus obras. La obra de Solana no es tan distinta de la de Salvador Novo, ambas tienen una enorme cultura e ironía. Quizá sea más amable la prosa de Solana, más preocupado por la cultura europea. Los dos, hombres de teatro. Claudio Delgado, que conoce la totalidad de esta obra vasta, ha llamado la atención de que a Solana le falta difusión, que sus obras merecen un reconocimiento mayor. Por suerte, ha logrado que se reediten sus cuentos, su teatro y algunas novelas, así como un valioso libro sobre Verdi. Pero Solana tiene más de 40 libros publicados, y fue un personaje de la cultura cotidiano y central, pues además era conocedor de literatura europea, crítico de cine y de música. Yo ahora sólo hablaré de su poesía, un periodo breve, de juventud, un estadio pasajero quizá de su obra. “No dan las horas de la vida un paso / que no tenga su propia poesía”, escribió Rafael Solana. De ahí que cada momento de la vida tenga su propia belleza. Cada visión, cada país, cada momento. Y el poeta debe de estar a la caza, pendiente de la revelación. Ya que para Solana, la poesía es una especie de emanación, un momento que dará un fruto, siempre y cuando uno lo espere lo suficiente. No estoy seguro de que sea la idea más importante de su poética y quizá no lo sea. Seguramente, tiene más, sólo que no logro sistematizar, generalmente parto de una idea concreta, la llevo conmigo, mientras avanzo trato de ver por cuánto tiempo sigue firme, hasta qué grado es verdadera, mientras no se diluya o no sea yo el que lo haga, pues puede ser posible que sea uno el que vaya perdiendo sus límites frente a la obra. De hecho, es lo deseable. Cuando el yo y el tú se van confundiendo de tal manera que no sé qué es lo que tú dices y cómo es que se transforma en otra cosa. Eso también está en la poética de Solana, así que no sé si se trata de una idea propia o copiada de su visión del mundo poético: el gusto por la falta de límites. Una poética proveniente del impresionismo, de la pintura. Solana fue un espíritu cultivado, acostumbrado a lo exquisito, es decir, uno de aquellos que difícilmente despiertan la simpatía. El poeta vive dentro de su castillo de perfección formal, en la contemplación gustosa de las grandes obras artísticas, de la música y la arquitectura. Y ve con nostalgia, fuera de su mundo propio, que más allá de esa forma está un mundo desconocido y deseable, están las imágenes pastando sobre el prado enorme del verso libre. Veo que Solana fue un poeta parco, a veces: secreto, pero constante siempre, si por constante se puede entender la escritura de poco más de ochenta poemas a lo largo de los años. Sin embargo, pienso que sí, que se trata de un poeta, ya que su propia poética –como he dicho– es la espera. De pronto, se manifestará la belleza, es mejor estar preparado. La técnica equivale al cuchillo y al arma, para esperar lo bello y cazarlo. Es un “estar atento”, pero el poema tiene un tamaño preciso, el poema no es ni “telescopio” ni “microscopio”, no lo concibe como algo más allá de lo humano. Por el contrario es casi la capacidad de escucharse a uno mismo. El poema es un estetoscopio: el registro puntual del grito de las arterias, porque eso lo escucha uno mismo, si es que lo escucha, y lo amplifica. En este sentido, es tan distinto de una autora como Wislawa Szymborska, para la cual la poesía le pone algo humano a un mundo que no tiene nada de cercanía con nosotros: “Pasa un instante, luego otro instante, y otro instante. Pero ninguno de esos instantes son nuestros”. Ni siquiera “pasan”. Cae una gota de agua, pero para esa gota no hay arriba ni abajo ni caída siquiera. No pasa así con este poeta. El poeta no puede decir todas las cosas, pero insiste: soy capaz de decir lo que la técnica me permita decir. Así que el poeta es un vocero de algo más, no de un mundo superior, ni de los Dioses, ni siquiera del inconsciente. El poeta es un vocero de los hallazgos del idioma. Es que el fenómeno debe de ser masacrado para que quepa en el soneto. No cabe a su modo. Antes debe de ser seccionado debidamente. Eso se debe a que la realidad no tiene una forma bella. Debe de adquirirla, aunque para eso deba de morir. No logro saber si la belleza formal es una virtud para Rafael Solana: pareciera que se empeña en medir, en construir, en crear, para luego decir que muchas de las grandes tumbas están vacías y que el poeta entierra su poesía a la orilla del camino, bajo una pequeña cruz. Es como si en el fondo pensara que su trabajo es inútil. Construir y construir, para que la belleza se escape. Quién sabe si la belleza quiera posarse en este poema. Es tan difícil, tan extravagante la belleza.

Tengo la impresión de que (por lo menos en varias generaciones de este país) los poetas tienen un momento de creación extrovertida, que los sitúa en una especie de mapa estético. Una necesidad de situar su presencia. Y luego, inmediatamente, se inicia un escape hacia dentro. Una búsqueda completamente individual. Una sístole y una diástole. En esos términos lo explica él mismo en su libro Oyendo a Verdi: “En la historia de las artes se observa siempre ese movimiento de sístole y diástole, esa marea, en que periódicamente se va y se vuelve de lo clásico a lo barroco, de lo grande a lo pequeño, de lo íntimo a lo declamatorio.” Pero no lo es completamente, ya que quedan siempre marcas ajenas. Siempre “lo que se ha sido” encarna en “lo que se es”, como algo que no se puede arrancar. Solana fue el impulsor de Taller Poético (1936) y de Taller (1938), el que reunió a Efraín Huerta y a Octavio Paz. Quizá pueda hablarse de un grupo, incluso de una generación. Pero no de una estética común. Los tres se dirigieron en sentidos alejados. No diré nada de Huerta ni de Paz. Sólo diré que rápidamente se alejaron de sus poéticas juveniles. Lo mismo que Solana. El caso de este último tiene sus particularidades, ya que fue el más “secreto” en el sentido de que tuvo a la poesía como una compañía personal –y porque hizo menos por difundir su poesía que su prosa–. Hay mucho de la idea del arte como inutilidad, como una luz que brilla por brillar. A diferencia de otras categorías de palabras, el arte habla por hablar, luce por lucir. Pero no es que no haya nada que lucir. De hecho debe de estar continuamente apegándose al pensamiento para poder decir. La poesía es, en sus mejores momentos, ostentación de la forma. Tiende a despegarse de su momento, muchas veces la reflexión no tiene nada que ver con el objeto que la anima. La reflexión poética, lo debo de repetir, es reflexión poética. O eso pretende Solana: vuela su palabra, cae, vuelve a volar, se desbarranca, se levanta, intenta de nuevo, cae, trata de remontar, independizarse de su intención. Y eso que la poesía es una especie de “diario interior”, pero no nos enteramos de mucho. Encuentro, sí, una línea, más o menos marcada, que viene desde Enrique González Martínez y pasa por Jaime Torres Bodet, en estos poemas. Solana nunca abandona el Simbolismo del que renegó la poesía. Ve las imágenes desde lejos, como fuera de su territorio. Quizá las anhela, dije, pero no se anima, cuando vuela, no lo hace fuera de sus límites conocidos. ¿Hasta qué punto “poetizar” es ir por lo desconocido? Por qué esa idea kantiana de racionalizar los terrenos del pensamiento y nunca salir el pensamiento de sus límites de conocimiento. Ya que lo sublime es ese aterrarse por el abismo que está fuera de lo conocido, lo que está dentro no funciona como conocimiento. Así que el sentido de la obra poética de Solana es la intuición, la impresión: una estética siempre deudora del impresionismo, de la conexión del poeta con esa parte “presentida”. No, este poeta no camina por la cuerda floja, no sube a lo alto de la arquitectura con el fin de aventarse, prefiere verla desde su modesta condición de viajero, de un viajero que disfruta, puesto que además ha ampliado el concepto de “disfrutar” puesto que incluye en él la contemplación y hasta la nostalgia. Los motivos estéticos lo impulsan, no nada más en la vida común. Su visión de las ciudades, en su poesía es la del gozo estético, todo –viaje, contemplación, arquitectura, clima, paisaje, hora del día– se tiene que convertir en una sensación única. Los recursos pueden situarse en un momento estético, al fin del Modernismo, pero Solana tiene también una profunda admiración por el barroco, e incorpora sus recursos para describir el norte de Italia, pero son distintos tiempos los que se mezclan, ya que en varios momentos la influencia de la Arcadia y el Impresionismo confluyen.

Carrara

Un grupo de muchachas, a la espera;

un grupo de gañanes las acecha;

salen de misa… es festiva la fecha;

al fondo, blanca y muda, la cantera.

Hay un grupo de piedras, la ladera

herida sangra mármol, tiene hecha

una gran cicatriz, como una brecha

por la que dura leche le escurriera.

Las piedras, las muchachas… nada existe

fuera de estas dos cosas para ellos;

tocadas por la luz que las embiste

devuelven ambas pálidos destellos;

cuántas van a servir para algo triste…

qué pocas servirán para algo bello.

Para concretar esta poética frecuentemente se recurre a detener el tiempo. El estilo es conocido, ya que Solana recrea ciertos momentos literarios que seguramente lo impresionaron (y con ellos dialoga continuamente): Azorín, la poesía italiana, Manuel José Othón, Luis G. Urbina y sus atrevidos encabalgamientos. Solana es el poeta de una obra que extrae la belleza de su diálogo con la tradición mexicana. Pero es un camino solitario, el caminante que mira el mundo y que se confiesa a sí mismo lo que le dicta su preceptiva. Aunque el intelectual dialogue con más tradiciones. Solana fue a Tánger como Delacroix, a extraer luz y momentos irrepetibles. Eso: el dialogar y convertir la admiración en momentos concentrados, lo caracteriza.

Leeré un poema suyo, el que me explica de mejor manera lo que acabo de decir. Debería borrarse mi palabra, irse volando para dejar al poeta, el cual tiene mejores palabras para explicarse su propia poética:

Intermezzo

Todo lo que abracé y dejé morir,

todo lo que tuve y no así,

todo lo que he deseado y no tenido,

todo lo que vi sin saber ni desearlo ni amarlo,

mis amores, mis paisajes y mis libros,

todo ello vive en mí y sólo se perderá conmigo.

Los mármoles del pasado entorpecen la circulación en mis venas;

ningún monumento ha caído del todo

y siguen abiertas al culto las más viejas iglesias;

todavía lloran las fuentes de otras épocas

y están en pie los muros de las antiguas termas;

el eco de desfiles victoriosos en la sombra gris de agrietadas piedras

y se conservan sobre sus pedestales dioses y héroes sin cabeza.

Mi memoria sentimental es una Ciudad Eterna.