Agustín H. Berea

El mundo digital es un campo de la actividad humana tan real y válido como cualquier otro. Las nuevas alternativas de acción que ofrece requieren de la inquisición ética, así como una moral que abarque lo físico y lo incorpóreo.

Las tecnologías de la información permiten la creación de identidades alternas que existen sólo en ámbitos reducidos; a diferencia del resto de la vida, donde no puede haber un seccionamiento cabal.

No hay novedad en crear alteridades para albergar los fragmentos del ser oprimidos por la realidad. Nueva es la capacidad de formar comunidades, ganar fortunas y arruinar vidas desde plataformas digitales.

Es inútil querer separar nuestros campos de acción entre “real” y “virtual”, somos un todo y no una colección de partes, nuestros mundos están destinados a invadirse sin tregua.

El reto se encuentra en admitir las ficciones del mundo digital como parte de lo que somos, sin olvidar que la condición desnuda del individuo es el cuerpo y sus necesidades.

El mundo electrónico es expansivo, sus realidades y recursos se extienden al infinito. El otro lado de la pantalla es restrictivo, inundado de noticias sobre escasez de recursos, vidas precarias y espacios que se encogen ante la presión poblacional.

La infinitud de la virtualidad constituye un mundo complaciente del que se puede escapar sin consecuencias. Ejemplo fue Sarang, un bebé que en 2010 murió de hambre por negligencia de sus padres. La tragedia tomó tintes perversos al saberse que el abandono se debió a la adicción de éstos a un videojuego centrado en nutrir un bebé virtual. Al parecer los padres sufrían dificultades económicas y prefirieron permanecer en la realidad donde la comida no era un desafío.

Otras formas de virtualidad afectan el balance entre los campos del quehacer humano, como el dinero fiduciario, bonos, entre otros valores “flotantes”. Con ellos las proyecciones de crecimiento económico continúan positivas, aunque los recursos naturales sean más escasos. Así, la crisis que empezó en 2008 en el fondo fue el límite de la generación de valores sin sustento físico-comercial.

Debemos reflexionar sobre los límites a la actividad virtual en todos los niveles, empezando por lo individual y lo social. No hace falta entrar en pánico frente a la “descorporización” del individuo; la digitalidad no cambia la naturaleza humana, multiplica su realidad.

Admitamos el mundo virtual como arena del quehacer humano, tomemos conciencia de sus verdaderos riesgos y posibilidades. Tal vez un día convirtamos la virtualidad en herramienta para crear ideales hacia la mejora en la otra, dimensión de la necesidad.

*Filósofo e internacionalista, agustinberea@yahoo.com