Magdalena Galindo

En su libro Las palabras y las cosas, Michel Foucault se propone una curiosa tarea: realizar una arqueología de las ciencias humanas. No se trata, pues, de una búsqueda epistemológica, ni tampoco de una historia del pensamiento, sino de indagar las estructuras del pensar a través de los vestigios textuales de la antigüedad clásica y de la Edad Media y de encontrar el momento del cambio en esas estructuras. Su principal planteamiento, o quizá sería mejor decir, el fundamento de sus planteamientos es que hasta antes del Renacimiento o más precisamente hasta el siglo XV, el pensamiento de la humanidad, o sea todo el pensamiento, procedió a través de una sola función, la semejanza. Asumiera la forma de la conveniencia, de la emulación, de la analogía o de la simpatía, el pensamiento sólo recurría a la semejanza para construir el conocimiento.

A partir del siglo XVI, la forma de pensar para Foucault experimenta una ruptura al echar mano ya no de la semejanza sino de la diferencia y a través de ella convertir a la identidad, a la vez, en herramienta del pensar y en tema privilegiado del pensamiento.

Naturalmente, puesto que se trata de una arqueología, esa ruptura, esa transformación en el accionar del pensamiento, tiene que encarnar en pensadores concretos. Y ahí, no por casualidad, sino porque su reflexión se dirige a esclarecer el lenguaje, Foucault elige dos ejemplos del arte, los dos españoles: Las Meninas de Velázquez y el Quijote de Cervantes. No me detendré en la deslumbrante y minuciosa descripción del cuadro magno del pintor que realiza el francés, sólo quiero destacar que del Quijote, Foucault afirma categórico: “es la primera de las obras modernas”.[1] Para explicar más su juicio, habría que precisar que se trata de un momento de transición, porque Don Quijote, en su locura, piensa a través de la analogía, incluso Foucault llega a decir que es el héroe de lo Mismo, pero a la vez, precisamente porque ha enajenado su razón en la voluntad de imitar los libros de caballería y de convertirlos en su prescripción de vida, en la norma que hay que seguir, termina por confundir los signos e incidir sobre las diferencias y las identidades que marcarían, siempre según Foucault, el surgimiento de una nueva forma de operación del pensamiento. Dicho de otro modo, el Quijote está a la vez inmerso en la semejanza y efectúa un juego constante con la diferencia. Señala que el caballero de la Mancha se mueve en el terreno de la semejanza cuando para él “los rebaños, las posadas se convierten de nuevo en el lenguaje de los libros en la medida imperceptible en que se asemejan a los castillos, a las damas, a los ejércitos. Semejanza siempre frustrada que transforma la prueba buscada en burla”. Y más adelante, Foucault concluye: Don Quijote “Es el jugador sin regla de lo Mismo y de lo Otro. Toma las cosas por lo que no son y unas personas por otras, ignora a sus amigos, reconoce a los extraños; cree desenmascarar e impone una máscara”.

No estoy muy segura que la tarea que se impuso Foucault sea finalmente exitosa, es discutible, por lo menos, si en efecto sólo la semejanza domina el pensamiento arcaico y si la diferencia aparece hasta el siglo XVI. Pero al margen de los empeños que se propone, creo que Foucault llama la atención sobre un aspecto que me parece una de las temáticas esenciales en El Quijote que es el de la identidad. Por supuesto, la obra maestra de la literatura no puede reducirse a una temática, sino al contrario su riqueza proviene desde luego de lo mucho que nos dice sobre el hombre y sus valores, de la avalancha de enseñanzas, de juicios sabios, y no digamos de la belleza de las descripciones, de la crítica de su sociedad, de la recreación de la cultura popular, de la imaginación que multiplica las aventuras, los enredos y las equivocaciones, y por supuesto del humor que recorre todo el texto.

Sin desconocer la multiplicidad de filones que ofrece la novela, creo que la identidad es finalmente el tema fundamental, que no agota, pero del que se desprenden, a la manera de la magdalena de Proust, todos los demás. O dicho de otra manera, el juego de las identidades es la trampa de la narración en la que caen los personajes y con ellos también los lectores. La trama del Quijote corre sobre una urdimbre en la que el hecho esencial es la confusión de las identidades.

Desde luego, la más obvia es el trastrocamiento de identidades que realiza el caballero de manera permanente y que da lugar al desarrollo de la historia y a los innumerables fracasos y burlas de que es víctima. Para ello, Cervantes recurre a la argucia de enloquecer a su protagonista, lo que le permite volver natural la confusión permanente de las identidades, sean los molinos que aparecen como gigantes, o las mozas que se elevan a damas. Y aquí hay que destacar que, para realizar su parodia de las novelas de caballerías, Cervantes inventa un tipo de locura sui géneris, la que proviene de la lectura, del tomar al pie de la letra los textos, la de olvidar que la ficción es ficción.

Pero el caballero no es el único que confunde las identidades, también Sancho, que en principio representa el contrapunto al oponer la realidad a la confusión de su amo, termina por confundir igualmente las identidades. Aquí la argucia no consiste en la locura sino en la simplicidad, o si se quiere, y siempre que se le quite el tinte despectivo, en la ignorancia de Sancho. Así, Cervantes se vale de elegir como sus protagonistas a un loco y un simple, para que de ahí salgan, como de una caja de pandora benévola, todas las confusiones que dan pie a las aventuras. Sólo que el autor no se conforma con eso, sino que además, dueño y señor de la literatura, decide también que, como seres vivos, sus protagonistas aprendan en su recorrido por el mundo, se transformen y, Oh audacia, trastroquen ellos mismos sus identidades, cuando Sancho cree a pie juntillas en la ficción y Don Quijote, al contrario, recurre a la realidad en contrapunto.

Otro terreno en el que Cervantes juega en carambola de cuatro y cinco bandas, es en el de los narradores. Ya se sabe, y no voy a ahondar en ello, el que a un primer narrador sucede el árabe Cide Hamete Benengeli, al que se suma el traductor y luego los varios narradores de las novelas dentro de la novela y también de los cuentos, sucedidos y leyendas que aparecen –y enriquecen– aquí y allá en el texto. Colmo de la confusión de las identidades y del juego entre la ficción y la realidad son las archicomentadas referencias, en la segunda parte, a la primera parte del Quijote, y la burla contra el apócrifo de Avellaneda. Sólo diré que aquí se trata también de una confusión de las identidades y sobre todo de la superposición de la ficción a la realidad, cuando el Quijote al leer, o más bien al hojear, la versión apócrifa señala los errores del oportunista que quiso aprovecharse del éxito literario. Y aquí Cervantes va más allá, porque no sólo los protagonistas y los otros personajes han leído la primera parte del Quijote, sino que todos reconocen al caballero como el verdadero Don Quijote, el de carne y hueso, lo que equivale al real, en contraposición al ficticio del mentiroso Avellaneda. Para mejor desmentir la falsa versión, los personajes recurren a un juicio de autoridad al señalar que Cide Hamete Benengeli es el único con derecho a relatar las hazañas verdaderas y los rasgos auténticos de Don Quijote y su fiel escudero.

-Créanme vuesas mercedes –dijo Sancho- que el Sancho y el don Quijote de esa historia deben ser otros que los que andan en aquella que compuso Cide Hamete Benengeli, que somos nosotros: mi amo, valiente, discreto y enamorado, y yo, simple gracioso, y no comedor ni borracho.

-Yo así lo creo –dijo don Juan-, y, si fuera posible, se había de mandar que ninguno fuera osado a tratar de las cosas del gran don Quijote, si no fuese Cide Hamete, su primer autor, bien así como mandó Alejandro que ninguno fuese osado a retratarle sino Apeles.

-Retráteme el que quisiere –dijo don Quijote-, pero no me maltrate, que muchas veces suele caerse la paciencia cuando la cargan de injurias.[2]

Y ya para terminar, aunque no se trata precisamente del malabarismo de las identidades, pero sí tiene que ver con ellas, sólo quiero destacar que uno de los placeres de la lectura y del humor que recorre toda la novela es que al elegir un loco y un simple, Cervantes convierte al lector en su cómplice, porque siempre le da la pista o mejor sería decir, le revela la realidad de la ficción, es decir, nos dice qué está pasando en realidad, que se trata de un rebaño, o de unos molinos de viento, o de unos nobles disfrazados, mientras el caballero se engaña, o Sancho cede ante la insistencia de su amo y da por buena su versión. Nos reímos, porque nosotros sabemos, porque Cervantes nos lo dejó saber, que de esa confusión sólo puede resultar la derrota o la burla. Y también nos reímos, con una admirada y amorosa sonrisa, porque a fin de cuentas, en esta novela, no son los niños y los borrachos, sino el loco y el simple, los que dicen las verdades.

L.Michel Foucault. Las palabras y las cosas: Una arqueología de las ciencias humanas. Trigésimo tercera ed. México, Siglo XXI editores, 2007. Pág. 55

[2] Don Quijote de La Mancha. Segunda parte. Capítulo LIX. Madrid, Real Academia Española, Asociación de Academias de la Lengua Española, 2004. Pág. 1003.