Iván Oñate y Marco Antonio Campos

 

Carlos Santibáñez Andonegui

 

Acertada idea, la de la colección 2 alas, creada por El Ángel Editor, desde Ecuador para el mundo hispano: presentar juntas, las poéticas de un ecuatoriano y un mexicano. En el volumen 22 Iván Oñate y Marco Antonio Campos, con: Cómo Dónde Cuándo, y No hay para mucho tiempo, respectivamente.

Iván Oñate

Nacido en Ambato, Ecuador, (1948) Iván Oñate ha destacado también como cuentista; ejemplos del género son El Hacha enterrada (1987), con un tiraje de ocho ediciones, llevado al cine por Diego Arteaga, y La canción de mi compañero de celda (1995). Otros títulos suyos memorables: Estadía poética (Argentina, 1968), En casa del ahorcado (1977); El Ángel Ajeno (1983); Anatomía del vacío (1988); El fulgor de los desollados (1992), El País de las Tinieblas (2008) y La Nada Sagrada (1998, 2010).

A diferencia de muchos, Iván Oñate tiene un estilo. Se ha dicho que el estilo es la repetición de la forma, y la forma no siempre es un examen que hay que cubrir a través del conteo de sílabas o reglas previsibles de acentuación, sino como en su caso, una conexión cierta, comprobable, entre un estado de ánimo y una expresión capaz de contenerlo o esencializarlo, en su caso el laconismo. Ese “rito sellado”, o selección precisa de notas esenciales para referir estados del alma en intensa comunión con la melancolía. Exprime como pocos el significado “hasta dejar en el barro las rabiosas huellas del amor y la locura”. Lo han llamado “loco”. Puede ser. Lo que él sabe, no se plantea con la pura luz de la razón, ni se redondea retóricamente. En “Estación Cochabamba” refiere: “Era la tarde de un día/ hecho para siempre. Yo venía del Sur/ sin resignarme todavía y/ con un número en la mano/ buscaba una puerta/ o una tumba, yo no sé”. Declara: “…dejé caer esa llave/ que no sonó/ porque no hay sonido/ cuando algo cae al abismo”.

El acusado exige: “tiradme una manta, una ironía”. Esto tiene lugar cuando la noche cae y da a beber “su sombra y su veneno”. Lo suyo es el honor de percibir ese Dios “que tachona ciego un borrador incesante, afrentoso”. El Dios abandonado, el Dios ateo. Por eso va buscando los huesos de Vallejo por el terreno baldío de la realidad, o del sueño. Su luz es la de Borges, ésa que “no pudieron sospechar/ y peor/ tocar las palabras”. Su nada es sagrada y se dirige hacia un centro del poema, en donde existe un bosque y en él se esconde un árbol. “Y allí/ bajo su sombra/ Volveré a esperarte”. La sonrisa que le merece la condición humana es la adolescente a lo James Dean, pero se agota en esa mueca absurda de “un melancólico animal/ inepto para la dicha”. Su mundo atrapa, arranca del asiento, revive la fenomenología del espíritu en las viejas Geishas que hacen con los muchachos lo que el ser humano hace con la vida, sorber, chupar la médula. Se nos antojan la noche, la vejez, y la “ascendente espuma de la niebla”.

Marco Antonio Campos

Marco Antonio Campos (México, 1949), a un tiempo poeta, traductor, narrador, ensayista, promotor de encuentros vinculado a la UNAM, traducido a idiomas y con muchos premios, es también requerido por muchos para proseguir en México o fuera de México, una carrera literaria, mas si se quiere poner a estos en aprieto, basta con preguntar por sus títulos poéticos y opinen sobre ellos: Muertos y disfraces (1974), Una seña en la sepultura (1978), Monólogos, La ceniza en la frente, Los adioses del forastero, Viernes en Jerusalén (2005) y Dime dónde, en qué país (2010). Pablo Montoya lo encuentra “atravesado por una curiosidad planetaria”. ¿Por qué no nos dicen de qué manera está atravesado por la poesía? “No supe hacer nada con mis veinte años/ ¿pero alguien supo lo que hacer con ellos?/ En esos años me trató la muerte”.

Refiere a un clamor social sin ser lo principal. No de balde lamenta los “días claroscuros del invierno del ‘68” y lo exaspera el truco de los juegos vacíos, la “estética de vals vienés o parnasianas nubes”. Sus preguntas son de maestro, “¿Y qué quedó de las experimentaciones…?, —cuestiona al alumno molido por las vanguardias ya hoy fuera de moda— cuántos versos te revelaron un mundo,/ cuántos versos quedaron en tu corazón,/ dime, cuántos versos quedaron en tu corazón?”. Pero lo descomponen cuando se vuelve cruel: “¿valió la pena abandonar/ la apuesta de la acción para entregarle la vida a la/ inutilidad de la poesía?”, duda que no se salvará, y él la imagina lo máximo para cerrar el libro. La constante mayor en su poesía es el reto entre lo evocado y la burla que hace de él; tiene que ver con el orgullo del que entrega un ducado. Daría su reino por volver, pero también porque ninguno se diera cuenta: “¡Aquel tiempo, allá entonces, cuando los amigos/ sin permiso comenzaron a decirme adiós!/ La marcha triunfal de la juventud se volvió/ una marcha fúnebre!”.

Otra constante es la vivencia del viaje, al tenor de la ruta trazada por la línea de Eliot: “No hasta luego, sino adelante, viajeros”, su querer estar “En la gran ruta”, pequeñamente grande de las Iluminaciones, de Rimbaud. “¿Yo? Yo anhelé que los astros fueran míos. Yo robé huella y polvo al dios del viaje”. Su percibir la vida yendo de camino, a la Jaspers: “Mi madre partió de tarde al sol”. La capacidad de fijar un barrio poéticamente, la despliega sobre todo en Viernes en Jerusalén: “bajo del monte a la ciudad en sol de viernes, y atravieso barrios donde pájaros negros/ contrapuntean la luz y hablan con Dios, y sólo eso”. A Sonia en el invierno de 1981 le dice: “Tu cuerpo de veinte años se extendía/ sobre la hierba… Era una rosa abierta a la creación del mundo”. Pero prefiere el misterio a la entrega fácil: “¡Cuánto hubiera dado por más! ¡Por algo más!/ No había tiempo que perder, y lo perdimos”.

Ya traía lo poético sobre lo poético (“vi las calles que dan al infinito”), y suma, al paso de los años, la visión neblinosa de nostalgia muy suya, que atrapa, entre otras cosas, por elegante: “Anochece en Arles./ Veo el Ródano desde el azul muelle/ de Méjan, y me miro y voy en el río./ Estoy ya cerca de los cincuenta años.// Del sur francés, salen como en el prisma/ los colores del verano invencible… y en la plata de los olivos me oigo/ la música de plata de la luna”. En Cefalonia “el silbido de las embarcaciones/ a punto de partir”. La plática de los ancianos que sirve para imaginar a Ítaca. No es nostalgia de marca registrada, que se regale al buen postor, es rápida, atraviesa desnuda la calzada y huye. En eso reside su violencia, “¡oh noviembre de niebla…! La suya es la nostalgia de “El Forastero en Austria”: “Austria, con sabor a manzana fermentada, Austria/ como un cuadro de Egon Schiele que de cuello/ cortaba el corazón,/ como la poesía de Trakl, exacta como/ el ángel en su precipitación y culpa…”. Y ese es el Marco Antonio que habrá de quedar, el que hizo de aquella Austria el poema con valor de modelo íntimo: “Austria que se ama como un objeto bello/ pero frío y sin luz,/ como algo melancólico y puntual que/ se hace arena o mueble ceniciento,/ como una muñeca que entregas con el corazón a una hermosísima mujer que nunca fue una niña”.

 

Iván Oñate, Cómo Dónde Cuándo, Ecuador; Marco Antonio Campos, No hay para mucho tiempo, México, http://elangeleditor.org, Concepto de colección: Xavier Oquendo Troncoso, Diseño de portada: Richard Zúñiga, Quito, 2014.