Poder divino y poder político
José Elías Romero Apis
Las investigaciones y publicaciones que he realizado sobre Jesús de Nazaret fueron sugeridas, hace años, por Beatriz Pagés. Hoy es ocasión de evocarlo.
Un día de hace casi dos mil años, en tres ocasiones se reunieron un joven e iluminado rabí judío y un astuto y preocupado procurador romano.
Para el pensamiento del mundo occidental, ese novel profeta no era tan solo el más humilde y solitario hombre del más pobre y dominado pueblo del mundo. Era, ni más ni menos, el único hijo de su dios, convertido en hombre. En términos de poder, era el hombre más poderoso que haya pisado la faz de la Tierra. El unigénito del dueño del universo y de la vida, porque ese dios había creado la vida y el universo para que desaparecieran el día que su dueño lo decidiera.
Para Cristo, Poncio Pilatos fue la mayor representación cercana que tuvo del poder terrenal. Era el representante del dueño del mundo, entonces llamado Claudio César Tiberio y apodado El Divino. Ese infausto día, el más doloroso de la historia y de cada año para los miles de millones de cristianos que han vivido en veinte siglos, quedaron frente a frente el Hijo de Dios y el representante del César.
Por eso digo que, bajo esa óptica, el Congreso de Viena, la Cumbre de Teherán y otros mil coloquios pierden todo su sentido y su importancia.
Dos temas tratados por el nazareno y el romano todavía perturban el pensamiento filosófico y político de los seres humanos. Su arameo, su latín y todos los idiomas inventados desde entonces no nos han dejado en claro lo que quisieron decir cuando hablaron del poder y de la verdad.
Dicen las escrituras que, en algún momento, debatieron. Pilatos advirtió al prisionero que no callara porque “tengo tu vida en mis manos y sólo yo puedo salvarte”. A esto, el acusado respondió: “No tienes nada en tus manos. Todo tu poder viene de más arriba. Todo está decidido y tú no puedes cambiar nada”.
En efecto, nada pudo cambiar. No obstante que la acusación y los acusadores le repugnaban, Poncio Pilatos consintió con ellos. En ese tiempo el poder político imperial en mucho se parecía al poder divino celestial. Era absoluto por ilimitado. Nada tendría que explicar, justificar, razonar, convencer o disculpar para salvar o para matar a este o a cualquier otro hombre. Pero, de la manera más inexplicable, esa mañana, por única vez en la historia, Roma fue impotente. Como lo había dicho el nazareno, nada se podría cambiar porque al Él no lo sentenciarían Roma ni Judea ni otra nación. A Él lo había sentenciado su Padre, el único con poder para ello y contra eso no había recurso ni salvación posible.
El tema de la verdad es mucho más complicado y sobre él disertaron en tan solo cinco palabras. Quid est veritas?, preguntó Pilatos. “Dilo tú”, contestó Jesús. La respuesta más certera pero más oscura. ¿Qué es la verdad y dónde se encuentra? ¿Mi verdad o la de los otros seres? Y si todas son distintas, ¿ello significa que ninguna es la verdad?
No hay escapatoria. Han pasado dos mil años y seguimos buscando la verdad. Como se le contestó al romano, no la busques, tan solo sácala de ti mismo. “¡Dilo tú!” Y creo que solamente siguiendo esa verdad se puede encontrar lo que nos había abandonado o lo que habíamos perdido.
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