Sara Rosalía

Entre sorprendido y triunfante, el mismo Edmundo Valadés me lo contó. “Fíjese, que fui a Brasil. (Creo que eso me dijo, aunque a estas alturas puede que haya dicho Colombia, pero recuerdo que era un país latinoamericano). “Era –continúa- un congreso de escritores muy importante y cuando dicen mi nombre como director de la revista El cuento, (sonríe con modestia y abre los ojos con asombro) que comienza un gran aplauso y que poco a poco los escritores se van poniendo de pie y siguen aplaudiendo. Luego de que terminó aquella sesión, muchos escritores, muy reconocidos, se acercaron a decirme que en El cuento había aparecido su primer relato o que se habían decidido a escribir cuentos por la lectura de nuestra revista”.

La revista El cuento, dicen los estudiosos, comenzó allá por 1939 y la dirigían Valadés y un amigo suyo también periodista: Horacio Quiñones, quien escribió en esta revista Siempre y en El Día. Después de un tiempo, El cuento dejó de existir y fue hasta 1964 que se reanudó su publicación. Era una revista antológica, es decir, se reproducían cuentos ya publicados, pero, además, y de ahí el aplauso del párrafo anterior, cuentos de jóvenes escritores enviados a la revista y seleccionados por Valadés para su publicación.

Un ejemplo de cómo se formaba El cuento en esta anécdota. “Me gustaba poner a prueba a Juan Rulfo y buscaba una colección de cuentos de escritores de algún país remoto, y que su literatura fuera poco conocida en México y una vez que lo encontraba y lo seleccionaba llegaba con Juan y le decía: De casualidad conoces tal cuento de tal autor e invariablemente Juan me respondía, sí, creo que sí”. Desconfiado, Valadés le preguntaba ¿te acuerdas de qué trata? y Rulfo pasaba la prueba contando puntualmente la trama. “Nunca lo sorprendí en falso ni dejé de buscar en las librerías cuentos poco conocidos para sorprenderlo, lo logré pocas veces”. Rulfo, como se aprecia por la anécdota, colaboraba con Valadés buscando cuentos poco conocidos en México. Eran tan cercanos Rulfo y Valadés que Adriana, la segunda y joven esposa de Valadés, cuenta que en muchas ocasiones Rulfo la llevaba a su casa cuando Edmundo no tenía tiempo entre sus múltiples ocupaciones.

Otra característica tenía El cuento. De novelas, de cuentos extensos, de un diálogo teatral, Valadés seleccionaba un breve relato que constituía en sus pequeñas dimensiones un cuento en sí mismo, completo, autónomo. A este género liliputense se le comenzó a llamar microficciones o minificciones y hay quienes aseguran que Valadés fue el inventor del término. Con un conjunto de ellas, Valadés publicó El libro de la imaginación que en este año del centenario del escritor ha alcanzado las 22 ediciones y tiene el reconocimiento de formar parte de la Colección Popular del Fondo de Cultura Económica. En este volumen, Valadés antologa, modestia aparte, una de sus propias microficciones que reproduzco enseguida:

La marioneta

El marionetista, ebrio, se tambalea mal sostenido por invisibles y precarios hilos. Sus ojos, en agonía alucinada, no atinan la esperanza de un soporte. Empujado o atraído por un caos de círculos y esguinces, trastabilla sobre el desorden de un camerino, eslabona angustias de inestabilidad, oscila hacia el vértigo de una inevitable caída. Y en última y frustrada resistencia, se despeña al fin como muñeco absurdo.

La marioneta –un payaso cuyo rostro de madera asoma, tras el guiño sonriente, una nostalgia infinita- ha observado el drama de quien le da transitoria y ajena locomoción. Sus ojos parecen concebir lágrimas concretas, incapaz de ceder al marionetista la trama de los hilos con los cuales él adquiere movimiento.

Más breve, casi un chiste, éste:

Perversidad
El momento crucial fue cuando ella quedó desnuda y a él se le trabó perversamente el zípper del pantalón.

Creo no equivocarme al decir que tras la persecución de los textos breves está, más que Tito Monterroso, el ateneista Julio Torri, el maestro de la prosa breve. Torri es autor de este célebre texto:

¡Circe, diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos. Mas no me hice amarrar al mástil cuando divisamos la isla de las sirenas, porque iba resuelto a perderme. En medio del mar silencioso estaba la pradera fatal. Parecía un cargamento de violetas errante por las aguas.

¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos!. Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí.

 

Éste otro, antologado por Valadés en El Libro de la imaginación, es de Salvador Elizondo y está dedicado a la memoria de Julio Torri:

 

La isla prodigiosa surgió en el horizonte como una crátera colmada de lirios y de rosas. Hacia el mediodía comencé a escuchar las notas inquietantes de aquel canto mágico.

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Hice virar hacia la isla y pronto pude distinguir sus voces con toda claridad. No decían nada; solamente cantaban. Sus cuerpos relucientes se nos mostraban como una presa magnífica.

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Oh dioses, yo que iba dispuesto a naufragar en un jardín de delicias, cambie libertad y patria por el prestigio de la isla infame y legendaria.

Sabedlo, navegantes: el canto de las sirenas es estúpido y monótono, su conversación aburrida e incesante; sus cuerpos están cubiertos de escamas, erizadas de algas y sargazo. Su carne huele a pescado.

Y éste otro, del propio Valadés:

La búsqueda

Esas sirenas enloquecidas que aúllan recorriendo la ciudad en busca de Ulises.

Valadés hizo antologías temáticas con los cuentos de El cuento. Recuerdo, en especial, el dedicado al humor, pero había otros que todos leíamos una y otra vez. Sin embargo, el de minificciones El libro de la imaginación se lleva la palma. Adriana, su viuda, me contó que los 130 y tantos números de El cuento: revista de imaginación han sido digitalizados y no es para menos, ya que muchos la han catalogado como la colección más completa de cuentos de la literatura latinoamericana y aun universal. Quizá no sobre decir que Edmundo Valadés no los seleccionaba por el autor, sino por el cuento.