Javier Sicilia

 “Ricardo Garibay es blando, suave, afelpado…”, con estas palabras, que evocan el inicio de Platero y yo, Santiago Genovés celebraba en el Centro Morelense de las Artes los 75 años de Ricardo Garibay. Para quienes no lo conocieron en la intimidad y sólo vieron al hombre de carácter rasposo, cuya grosera impaciencia y altanería maledicente afloraban a la menor provocación, las palabras de Genovés parecerían una burla. Y, sin embargo, no lo son. Ricardo Garibay era así: ―Blando, suave, afelpado… Su carácter de ogro, sus gestos histriónicos, su impudicia para hablar de su grandeza como escritor, exhibir sus propias miserias y presentar multiplicadas las de sus semejantes, fue una piel que se puso encima para proteger al “Platero” que en realidad era. Como todas las almas sensibles y vulnerables que se han construido una coraza para resistir, Garibay atacaba antes de que alguien le hubiese hecho algo; no aguardaba a saber quién era el otro que tenía delante de sí, lo golpeaba. La segunda naturaleza que se había construido estaba hecha de lo que en su primera naturaleza eran virtudes: la sensibilidad, la pasión por la vida, la vulnerabilidad y el amor. Esa dualidad de su temperamento me hacía recordar a Salazar Mallén, otro hombre que defendiéndose a sí mismo, se ganó también el desdén y la enemistad de sus contemporáneos. Eran hombres buenos con piel de forajidos, corderos que representan su papel de lobos. A cualquier palabra el veracruzano respondía con el sarcasmo, el hidalguense con la majadería y la provocación. Estaban dispuestos a pelear antes de que se estableciera una batalla, a crear la guerra antes de que la paz se fracturara, a rebatir antes de que se les presentara el argumento. No dialogaban, disputaban y eso molestaba a los otros, a los delicados. Para conocerlos, para tocarlos en su verdadera naturaleza, no había que agacharse ante sus embates ni responderles con la disputa y el desdén. Estos gestos los encendían, los hacían atrincherarse más y expoliaban el potencial de sus sarcasmos y majaderías. Había que enfrentarlos sin disputa, con lo que uno es, abierto, sin ocultar nada, sin avergonzarse de sus creencias, con suavidad, pero con firmeza. Cuando esto sucedía, esos hombres se amansaban y, entonces, de sus apaciguadas pasiones, emergían los hombres sensibles que eran, capaces de las mayores ternuras, de las más sinceras confidencias y de los diálogos más horizontales e intensos.

A Ricardo Garibay lo conocí en 1996. Llevaba a uno de los desayunos que Alberto Vadas realiza cada sábado en su casa el pan que Georges Voet y yo fabricamos. Después de entregarlo, Alberto me invitó a tomar café. Me senté frente a Garibay. Vadas me presentó con sus comensales y la conversación recayó sobre la entrevista que Ricardo Newman y yo hicimos a monseñor Schulemburg en la revista Ixtus y que causó un escándalo en el país. Yo veía que Garibay me observaba en silencio, con sus ojos saltones, inquisitoriales y una mueca de malicia, tan característica en él. Aguardaba el momento propicio para descargar el golpe; siempre lo hizo así. A últimas, me cuentan, en otro de esos desayunos al que habían invitado a monseñor Reynoso, el obispo de Cuernavaca, Garibay, que andaba ya en silla de ruedas a causa del cáncer que terminaría con su vida, lo miró igual que a mí me había mirado y cuando tuvo la oportunidad le arrojó estas palabras: —Monseñor, sabemos que usted es muy inteligente, pero hasta ahora sólo hemos visto un diez por ciento. Al recaer la conversación en las apariciones de la Virgen de Guadalupe, Garibay levantó la voz y molesto me gritó: —No me diga que usted cree en esas tonterías. Lo miré un momento y venciendo lo mucho que me imponía su presencia le respondí con seriedad: —Por supuesto que sí. Vi que Garibay cambió el semblante, abrió muy grandes los ojos y guardó silencio. Cuando me levanté para irme, Garibay me alcanzó en las escaleras del jardín y me dijo: —Caray, me desarmó. Nunca había escuchado una respuesta más sincera. Me da envidia su fe. Desde entonces nos hicimos amigos. A veces iba a su casa, a veces cenábamos juntos. Le relaté mis libros, le leí algunos de mis poemas y él, que tenía el gusto por la poesía dicha en voz alta y que la leía maravillosamente, tuvo conmigo el amistoso gesto de leerme algunos de mis poemas. A veces leíamos fragmentos del Cantar de los cantares, del que tanto sabía y del que dejó conferencias y pláticas imprescindibles, y confrontábamos nuestras interpretaciones. Garibay defendía la tesis de que era un poema erótico sin implicaciones religiosas; yo, que evidentemente lo era, pero que, además, tenía connotaciones místicas que expresaban por analogía, por equivalencias homeomórficas, el amor de Dios por su pueblo y de su pueblo por Dios. Nunca nos pusimos de acuerdo, pero me enseñó muchas cosas con respecto a los equívocos de la traducción de fray Luis de León, traducción que abominaba. Leíamos también poemas de Concha Urquiza, a la que comprendía y amaba como pocos, de Salvador Quasimodo, del que hacía un trabajo y le revelé a algunos de mis contemporáneos; cuando le leí fragmentos del libro De cómo Robert Schumann fue vencido por los demonios, de Francisco Hernández, se conmovió: —Caray —me dijo— cómo no lo había leído. Hablamos de Dios, de la mujer y de la vida. Nunca, después de aquél primer encuentro en casa de Vadas, me habló con aspereza, nunca me insultó, nunca se burló de lo que decía. A lo sumo, cuando nuestra conversación había llegado a un callejón sin salida, remataba con un seco: —No estoy de acuerdo. Vitalista, amputado de un pensamiento metafísico, pero roído existencialmente por Dios, vivía tenso entre el deseo, la mujer y Dios. Un día, en que recién había escapado de la primera manifestación del cáncer y se había confrontado directamente con su muerte, nos concedió a Patricia Gutiérrez-Otero y a mí una entrevista para Ixtus. Fue una conversación intensa, dolorosa, conmovedora, en donde Garibay nos permitió entrar en la intimidad del hombre y el hombre se desnudó, habló de sus obsesiones, de sus tensiones, de su miseria y de su amor por Cristo. Varias veces se quebró en llanto y pidió que apagáramos la grabadora, pero no se rajó, fue hasta el final. Cuando apareció la entrevista se la llevamos. Después de leerla le reclamó a Patricia: —¿Por qué no escribieron ahí que lloré? —Porque usted pidió que apagáramos la grabadora; era algo suyo, muy íntimo, respondió Patricia: —Que se vaya al carajo la intimidad, concluyó. En este libro de entrevistas y ensayos, realizados por Ricardo Venegas, se abordan algunas de estas interrogantes; así, Sendas de Garibay (coeditado por Ediciones Eternos Malabares y el fonca) es el homenaje a un hombre que dedicó su vida a la literatura. Escritor cuyas obras mayores, como Beber un cáliz, La casa que arde de noche, Par de reyes y El joven aquél, forman ya parte de los clásicos de nuestra literatura, estilista a la altura de Alfonso Reyes, periodista que dejó importantes lecciones en el reportaje y la crónica: Las glorias del gran Púas, Feria de letras, polemista duro y contradictorio, nunca, a causa del temperamento con el que defendía a ese “Platero” que llevaba dentro, recibió el reconocimiento que merecía de sus contemporáneos. Con excepción del Premio Mazatlán de Literatura, que obtuvo con su novela Beber un cáliz y del reconocimiento para creadores eméritos que obtuvo tardíamente del fonca, a Garibay no se le otorgó otro premio en México. Sin embargo, jamás dejó de ejercer el énfasis de su admirable pasión y longevidad todos los días, al lado de su hija María, que transcribía a máquina sus trabajos, escribía; todos los días hacía un nuevo descubrimiento literario, que comunicaba en sus cursos, en sus programas de radio y en la televisión, todos los días leía e interrogaba a la literatura y al mundo. Incluso, ya con el cáncer que lo mataría, atado a una silla de ruedas, con un dolor que no lograba mitigar la medicina, asistía a dar su curso a la Ciudad de México sobre el Cantar de los cantares. Su vitalidad era inmensa. Amó a las mujeres con la misma pasión con la que amó las letras y escribió, sufrió e hizo sufrir. Usó a los políticos y les quitó algo de lo que han robado para seguir escribiendo y mantener a “esos que —decía con esa ternura suya que tanto me gustaba— inexplicablemente, porque sí, me han dicho alguna vez que me quieren”. Pecó con pasión, amó con intensidad a Cristo y al mundo, y luchó hasta el final contra el cáncer, como había luchado con sus contemporáneos.

En aquella entrevista, después de hacer una admirable confesión del porqué había abandonado la Iglesia: “(…) ¿Qué me faltaba, qué necesitaba yo para optar por la rectitud, por la fe? El toque de la gracia, no lo tuve, opté entonces por el toque de la mundanidad. No soy un triunfador mundano, de ninguna manera, pero he amado bien, a fondo, con el pecado que esto supone. Opté por eso. Dije: ‘¡Basta, estoy aquí (en la Iglesia) golpeándome el pecho y hoy mismo, en la tarde, tengo que ver a fulana que no es mi mujer y que no cambiaría por nada! ¡Basta!’. Estoy hablando con una brutal sinceridad. No es divertido para mí. No es un halago. Y no hay la más leve sombra de jactancia en lo que estoy diciendo, al contrario, me siento un pequeño montón de mierda. Pero así ha sido. Ni modo, remató: —(…) ¿Qué voy a necesitar, cuando el horizonte ya está cerca y ya no me queda mucho por delante, qué voy a necesitar, el toque de la gracia?”. No sé si en el último momento Dios se lo concedió. Yo creo que sí. Dios, que es el primero en amarnos —porque sí, inexplicablemente—, tiene una extraña y hermosa debilidad por aquellos que, como María Magdalena y Ricardo Garibay, han amado mucho.

Sendas de Garibay (ensayos y entrevistas), Ricardo Venegas. Ediciones Eternos Malabares / fonca-conaculta, México, 2015; 160 pp.