Omnímodo poder
No convoco ambiciones bastardas ni quiero avivar los profundos rencores sembrados por las demasías de las administraciones.
Porfirio Díaz
José Alfonso Suárez del Real y Aguilera
El centenario del fallecimiento de Porfirio Díaz, acaecido en la capital francesa el 2 de julio de 1915, ha reavivado la polémica sobre uno de los personajes más contrastantes de nuestra historia, quien a un tiempo es recordado como héroe de la legendaria batalla del 2 de abril de 1867 en la que recupera para la república liberal la simbólica ciudad de Puebla, o como el militar y político que encabezó el Plan de la Noria en 1871 en el que enarboló la “no reelección” como bandera para alcanzar la paz.
Tras el triunfo de la revolución de Tuxtepec, el 24 de noviembre de 1876 el militar oaxaqueño accedió por vez primera a la presidencia de la república —y con excepción del mandato de su compadre Manuel González (1880-1884)—, Díaz ocupó por nueves veces la presidencia de México y gobernó el país por 35 años constituyendo una dictadura fincada en preceptos como “poca política y mucha administración” que, bajo el lema de “orden y gobierno”, profundizaron la opulencia y la indigencia en sentido contrario al que se plantearon los próceres de la Independencia y la Reforma.
Las abismales diferencias provocadas por el régimen dictatorial de Díaz son, sin género de dudas, las causantes del movimiento revolucionario gestado al fragor de los agravios cotidianos de gobernantes y “rurales”, y de políticos y guardianes del orden que defendían los intereses mezquinos de una plutocracia extranjerizante que, con sus refinamientos y excesos, insultaba al pueblo que la mantenía con sus arduas jornadas laborales en las inmensas haciendas, en ingenios, explotaciones minerales o en las emergentes industrias prohijadas por el gabinete del general Díaz.
La impronta urbana de la forzada pax porfiriana irrumpió en las viejas ciudades coloniales con exuberantes estilos arquitectónicos y conceptos urbanísticos que en la Ciudad de México dieron origen a colonias como Santa María de la Ribera, Guerrero, de La Bolsa, Morelos, de la Teja, Limantour, Americana, Nueva Americana y, en sus postrimerías, Roma y Condesa, boyantes expresiones del omnímodo poder del porfiriato.
La monumentalidad del régimen de Díaz encontró en las Fiestas del Centenario un inmejorable excusa para imponer hitos urbanos acordes a los cánones europeos, cuyos máximos exponentes fueron el Teatro Nacional —hoy Palacio de las Bellas Artes— y el Palacio Legislativo de Emile Bernard, el Palacio de Comunicaciones, el Hospital de La Castañeda y la Columna de la Independencia.
Todos esos mudos testigos de una época contemplaron la impensada caída de un régimen que —como reconociera el propio dictador—sucumbió a causa de los profundos rencores sembrados por las demasías de su administración, excesos que hoy encontramos tan presentes como las bastardas ambiciones a las que él también se refirió al explicarse a sí mismo su debacle.
