Los orígenes trágicos de la erudición, de Anthony Grafton

Para Mariana Coria

Roberto García Bonilla

Los pies de página en un texto académico, dentro un libro riguroso y erudito o entre los artículos de quien se postula para un ascenso escalafonario y una beca sustanciosa, pueden ser igualmente extensos aunque, desde luego, varían en sus contenidos y en las perspectivas que sobre el saber, la documentación, la evidencia de pruebas, la generosidad de compartir datos que tengan los estudiosos en ciernes o con probado oficio.

Lo cierto es que para un porcentaje considerable de lectores —que puede abarcar a dictaminadores académicos, editores, estudiantes, lectores ocasionales e incluso especialistas—, los pies de página son un “mal necesario” o fragmentaciones textualidades innecesarios. Esta reacción podría entenderse en quien lee para entretenerse y no quiere saber de datos “preciosistas” o raros, menos aún de la procedencia de la edición que tiene entre manos ni de sus variantes respecto de la primera publicación. Es lamentable, sin dejar de ser sorprendente, el desdén, la pereza y la irrespetuosidad manifiesta de muchos redactores de los pies de página que contrasta con sus grados, líneas de investigación, además de papers y libros publicados.

Habrá que reconocer, abusando de la digresión, que un lector medio o no especializado genera su desdén hacia los textos enumerados o con asteriscos —y que aparecen con letras más pequeñas para distinguirse del cuerpo del texto y no porque sean menos relevantes— por la dificultad para leerlos: los editores ponen el puntaje más bajo posible y a los formadores y diseñadores no se les ocurre introducir interlineados —al menos milimétricos— que le den aire a las notas.

El pie de página, cuyo uso data del siglo XII, contrariamente al desprecio que ahora se le tiene, ha sido considerado, en sí mismo, como un género, más aún, un arte literario.

El Fondo de Cultura Económica acaba de publicar Los orígenes trágicos de la erudición (la primera edición la realizo su filial en Argentina en 1998) de Anthony Grafton (1950), uno de los pioneros de la historia de la lectura que se ha concentrado en la historia cultural del Renacimiento. Su lectura nos lleva de la fascinación a la sorpresa; de la admiración al cuestionamiento. Con un estilo vívido que en su ironía puede rozar la irreverencia (“la nota al pie moderna es tan esencial para la vida histórica civilizada como el retrete”), la relectura de este título mantiene plena vigencia y lleva a la reflexión de la diferencia entre la imagen, la apariencia y la realidad que sobre el saber, la documentación, el rigor bibliográfico; la capacidad de asimilar el conocimiento y re-actualizarlo (o al menos reponerlo en circulación con respeto y contextos propios).

Son los historiadores principales depositarios del pie de página, fuente de saber, espacio de reflexión, refutación, proveedor de fuentes de información, alojamientos de críticos; aunque también se usa como sitio de reunión de seudoeruditos, aprendices de investigación y osados redactores con impericia y necesidad de sumar páginas impresionando a sus dilectos lectores. También puede ser lugar de polémicas viscerales, de disculpas retóricas y perversos ataques sin argumentaciones.

            Grafton señala que a Ranke correspondió introducir el drama en el proceso de investigación y crítica, “e hizo de la nota al pie y el apéndice crítico, e hizo de la nota y el apéndice crítico una fuente de placer en lugar de un motivo para disculparse”. Consideraba que la inclusión de citas era fundamental para noveles que tienen que abrirse paso y ganar la confianza de sus lectores. Aunque tampoco se distinguía por su sistematización de fuentes las cuales, ésas sí, desde joven buscó con denuedo. Su erudición fue atajada por un joven crítico berlinés Heinrich Leo argumentó, además de deplorar su estilo, que la supuesta erudición de Ranke era tan consistente como “una pompa de jabón”; su modelos y estilo evitaban los pies de página profusos, aunque buscó la documentación desde sus orígenes con el fin de alimentar inéditos descubrimientos documentales e interpretaciones: él creó una institución para la historiografía de su tiempo: el seminario histórico del siglo XIX, que estaba lejos de la institucionalidad privada y presupuestos que adquirieron estos coloquios después de la Segunda Guerra Mundial.

Grafton nos describe cómo al paso del tiempo, los ámbitos de estudio son distintos —porque aunque se retroalimenten, los métodos distan entre la ciencia, la tecnología, la filosofía y la historia—; por ejemplo en la República de las Letras durante los siglos XVII y XVIII se reconoció la erudición Bayle y Gibbon tanto como su insolencia.

            Y las técnicas posteriores, por ejemplo en el sistema universitario alemán del siglo XIX, se valoraba más la hipótesis original más que la narrativa elocuente: significa que las notas de pie de página y los apéndices documentales —el aparato crítico— podía compensarles más prestigio a sus autores que los mismos textos.

            El uso de las notas de pie de página ha tenido incontables móviles, no siempre generados dentro de un proceso de investigación y la consecución de sus hipótesis y procesos con la necesidad más pasional que racional de evidenciar las pruebas documentales y su rigor en la demostración, como sucedió en la investigación histórica del siglo XVI tardío y en los albores del siglo XIX.

            La lectura de Los orígenes trágicos de la erudición nos confirma que pocos, pocos historiadores han sido fieles en el ejercicio de sus criterios de cita y referencia. Y debemos reconocer que “Las notas al pie jamás sustentan todas las afirmaciones que se hacen en el texto, ni pueden hacerlo […] de por sí no garantizan nada. Los enemigos de la verdad —y en efecto, existen— pueden usarlas para negar los mismos hechos que los historiadores honestos tratan de conformar por medio de ellas”. Esta cita, por supuesto, no significa que se desdeñe sus uso, sino que se asuma una posición informativa, metodológica, documental y —antes— de redacción y estilo ante ellas. Y el esfuerzo y el tiempo entregados no es un argumento: por más tiempo y desvelos que se hayan invertido al exhumar de bibliotecas y hemerotecas información o documentos, habrá que tener ponderación, madurez, humildad y —muy importante— honestidad para decidir la im-pertinencia de su inclusión. Después de todo hay otras formas más originales de mostrar a sinodales y cuerpos colegiados para mostrar solvencia en un tema. La erudición, aceptémoslo, es una virtud en extinción. Hay océanos de distancia entre la sobreinformación, aun de fuentes originales, y la erudición.

Anthony Grafton, Los orígenes trágicos de la

erudición, México, FCE, 2015.