EDITORIAL
El Chapo no se fugó cuando sus magníficos ingenieros terminaron de cavar el túnel. Joaquín Guzmán Loera “desapareció” de su celda cuando las condiciones estaban dadas para operar el “segundo Ayotzinapa” y dar al gobierno de Enrique Peña Nieto el segundo gran golpe político al sexenio.
La “fuga perfecta” no sólo fue precisa por la cadena de complicidades que logró comprar en todos y cada uno de los niveles de gobierno. No sólo fue vanguardista en lo arquitectónico e ingenieril, también fue exacta en lo político.
El Chapo escapa cuando prácticamente todo el gabinete federal se encuentra en el aire, volando rumbo a Francia.
Se va cuando el presidente de la república está por asistir a una de las ceremonias cívicas más emblemáticas de Europa y en la que México participaría como invitado de honor. Se esfuma justo cuando se trata de promover el país como una nación segura para la inversión.
¿Segura? El Chapo y sus socios se encargaron de provocar un terremoto en el sistema de seguridad del país para demostrarle al mundo la fragilidad del Estado mexicano.
Efectivamente, como lo señaló el periódico El País de España en un editorial: el objetivo fue humillar a México.
Cesar al director del penal del Altiplano, Valentín Cárdenas Lerma, a la coordinadora de los centros de readaptación, Celina Oseguera, y a otros funcionarios era inevitable, pero insuficiente.
La “fuga del siglo” tendría que hacer entender de una vez por todas que México, ahora sí, se encuentra en guerra. Y se encuentra en guerra porque el crimen organizado le ha arrebatado todo al país: territorio —que ya no gobierna—; instituciones, políticos, empresarios penetrados por el dinero del narcotráfico; leyes que aplican jueces comprados; y una población que hoy se identifica más con los delincuentes que con las autoridades.
La palabra guerra asusta, puede ser políticamente incorrecta, diplomáticamente impudente. Sin embargo, ha llegado la hora de plantar cara a la realidad y aceptar ciertas verdades.
El presidente Peña Nieto, el país y su gobierno tienen como principal enemigo un poder paralelo. Con más recursos económicos, más organización, más información de inteligencia y con un objetivo muy claro: gobernar México.
Un poder delincuencial que actúa en sociedad con intereses políticos y económicos extranjeros, molestos con la apertura del país y dispuestos a desestabilizar para sabotear las reformas.
¿A esto se refería Peña Nieto cuando calificó la escabullida del líder del cártel de Sinaloa como una “afrenta” al Estado? ¿O se trata también de una afrenta al país?
La huida del capo se dio, “casualmente”, en un momento clave: a cuatro días de que se llevara a cabo la primera subasta de la Ronda Uno para asignar zonas de exploración y explotación de petróleo en el Golfo de México.
¿Cuál fue el resultado? El que sabemos: sólo dos de 14 licitaciones tuvieron éxito. Las empresas extranjeras que decididamente, en principio, iban a participar prefirieron… esperar.
Y ante este escenario: ¿los hombres que están, los que hay, son los que deben seguir en el gobierno? Y es que, otra vez, como en el caso Ayotzinapa, otra vez como en Tlatlaya, con la llamada casa blanca, y una vez más con el Chapo, no hay, no se advierten, reflejos políticos.
El periódico The Washington Post lo dijo esta semana: “Se ha visto al gobierno mexicano actuar —como en el caso Ayotzinapa— con demasiada lentitud y sin pasión.”
El enojo de Washington ante la fuga del narcotraficante se reflejó en la prensa norteamericana.
El periódico The Wall Street Journal, por ejemplo, puso a Peña Nieto y al Chapo frente a frente. “Para el Chapo el túnel fue el camino a la libertad —señaló el diario—, para Peña, fue su tumba.”
Sí, pero una tumba que los mexicanos nos negamos a cavar y para eso el mismo gobierno tiene que ayudar.
Un delincuente no debe imponer o marcar la agenda, pero con el Chapo o sin el Chapo, es tiempo de tomar decisiones en lo político y en lo personal.