Patricia Gutiérrez-Otero
Cuando era niña, el lechero llevaba la leche a casa. Uno dejaba sus botellas de vidrio fuera, bien lavadas, y él las intercambiaba, reutilizándolas. Uno pagaba sólo el contenido. También juntábamos los cascos de los refrescos, los pocos que mi mamá compraba, pues diario preparábamos en casa agua de la fruta de época: limón, papaya, naranja; y cuando no, una infusión con azúcar y hielos (no comprados, hechos en el congelador). Los cascos se llevaban al supermercado donde sin más preguntas ni trámites te devolvían el importe en dinero. Esas botellas eran recicladas en la industria refresquera. Realmente tirábamos a la basura pocas botellas, aunque no ninguna: recuerdo las de mermelada y mayonesa, pero eso sólo cuando no tenían otro destino: guardar otros alimentos o almacenar tornillos, tuercas, canicas… En nuestro hogar se reutilizaba todo lo posible.
En un afán ahorrativo, porque no nadábamos en dinero y porque así la educaron, mi madre también hacía que la ropa durara años. Ya sea porque íbamos heredando lo que dejaba la hermana mayor, o porque los uniformes —que ella misma nos cosía— los hacía una talla más grande para que entráramos en ellos durante más tiempo. A los pantalones se les iba bajando la bastilla original, hasta que los recibía la hermana más pequeña. Además, la ropa se zurcía, se recosía, se reparaba. Recuerdo que las medias de nylon se llevaban con la zurcidora, quien poseía un aparatito especial para reparar los jalones, y que posiblemente ya no se puede comprar en ningún establecimiento. Era fascinante mirar cómo la señora iba reparando la media, y aunque quedaba la cicatriz, mientras no fuera muy visible, así se volvía a usar. A veces, aunque ya no mucho, también zurcíamos los calcetines utilizando una especie de huevo de madera que se colocaba en el interior de la calceta para expandirla. Cuando nos compraban ropa nueva no era porque tuviéramos antojo de cambiar, sino cuando era necesario, o como una sorpresa de cumpleaños o de Navidad.
La azotea de la casa nunca tuvo grietas ni goteras. Cada año mi mamá mandaba poner, o ella y nosotras la poníamos, una ligera capa de cemento. Todo bajo su meticulosa supervisión. El costo era muy bajo, el trabajo muy bien hecho, y las goteras estaban ausentes. No era necesario poner un impermeabilizante costoso y, que ahora sabemos, es más contaminante en su producción.
Así había un continuo uso de las cosas, una reutilización, un reciclaje. Los focos se apagaban cuando no había nadie en una habitación. Los cabos de vela se usaban hasta el final cuando se iba la luz. Para prender la estufa, se hacían mecheritos con papel periódico (¡un objeto multiusos!), en vez de malgastar cerillos. El papel de baño se usaba con medida. Se reusaba el papel de regalo para envolver otro regalo. Se reciclaban los cuadernos escolares.
La civilización del compra y tire no había triunfado. Los gastos eran menores. El dinero no era un fin en sí mismo. La producción de deshechos era baja. Era una manera de vivir más frugal, pero no menos dichosa, ¿podríamos recuperar algo de eso?
Además, opino que se respeten los Acuerdos de San Andrés, que se respete la Ley de Víctimas, que se investigue seriamente el caso de Ayotzinapa, que el pueblo trabajemos por un Nuevo Constituyente, que Aristegui y su equipo recuperen su espacio radiofónico.
