Una robustez, desconocida en tiempos pasados, parece caracterizar el momento actual de la Unión Europea, tanto en sus relaciones internas como externas. Las negociaciones duras con Grecia y el régimen de sanciones rigurosas aplicadas a Rusia en el contexto del conflicto en Ucrania han cambiado la imagen del proceso integracionista europeo que parecía seguir siempre el lema de un poder civil que buscaba el consenso como método preferido para la solución de controversias. De pronto, esta condición de la UE ha desaparecido, en su lugar se han instalado las confrontaciones llevadas a su máximo de amargura con resultados insólitos para vencidos y vencedores, que traen consigo el veneno de revanchas futuras e intenciones de cobrar cuentas abiertas en tiempos venideros. Tales condiciones no pueden ser deseables para el anhelado proceso de una convivencia europea armoniosa que busca ser modelo para otras partes del mundo.

¿Por qué arrecia tanto el tono de confrontación en la UE? Muchos encuentran el fundamento de este cambio de naturaleza en la pérdida de un proyecto europeo común, la desaparición de una identificación con los conciudadanos más allá de las fronteras nacionales, que acompañan el regreso de egoísmos nacionales y una actitud de querer aprovecharse más de Europa, en vez de invertir en su potenciación. Como consecuencia, se lanzan procesos de diálogo y de intercambio cultural con el afán de redescubrir “el alma europea” y actualizar un proyecto común, convocando la “generación Erasmus”, es decir todos aquellos jóvenes y estudiantes que lograron becas de intercambio con otras universidades europeas y resguardan la vivencia europea en su curriculum. Otros encuentran la culpa en el quehacer político de una generación de líderes en Europa que tratan de encontrar el éxito electoral a costa del proyecto europeo, inculpando a Bruselas de todo lo que no funciona, también a nivel nacional. “Con Europa no se ganan elecciones”, parece ser el móvil de muchos gobernantes que no invierten capital político alguno en favor del proyecto integracionista. El llamado es entonces a recuperar Europa “desde abajo” y superar las limitaciones del juego político que no permite el florecimiento de las múltiples expresiones europeas que no se reflejan en las actitudes de la élite política.

Sin embargo, sigue en el aire la pregunta de ¿si una nueva Europa más robusta realmente es tan dañina? ¿No es esta Europa acaso más veraz que aquélla del pasado, en la que se disimulaban las diferencias con pagos complementarios y laterales, en el afán de calmar la disidencia y lograr así la unanimidad en las decisiones? Un factor central en este contexto es el nuevo papel de Alemania que ya no se considera el “pagador” del proceso integracionista, sino asume con más ahínco la defensa de sus intereses propios. Tal tipo de liderazgo ha demostrado ser mucho más impopular y más controversial que la posibilidad anterior de lograr acuerdos por medio de mayores pagos alemanes. Pero la misma Alemania se encuentra batiendose con este nuevo papel, ya que le obliga a un protagonismo que tradicionalmente se había compartido con Francia u otros países miembros medianos o pequeños; ahora éstos se esconden detrás de la espalda de Angela Merkel para no tener que asumir costos de simpatía y capacidad de negociación para sus intereses inmediatos.

Una Europa robusta – más el tono más duro en lo interno – será también un actor más difícil en sus acciones externas: Las negociaciones se volverán más ríspidas, no solamente a causa de la dificultad de llegar a consensos internos, sino también por haber vivido y seguir viviendo una confrontación acérrima con Rusia, sin encontrar para ella mucho apoyo entre los demás naciones, que siguen el argumente del “este conflicto no es nuestro”. El cambio de piel de la Europa de como la conocimos hasta la fecha, conllevará muchos costos para este mismo actor en sus relaciones internacionales, pero puede aportar también a un cambio de clima en la política a nivel global.