Fundada el 23 de julio de 1820

 

 

Merced de la buena educación y la enseñanza,

sobrarían talentos para las ciencias, manos

para las artes y brazos para los campos.

José Joaquín Fernández de Lizardi

 

José Alfonso Suárez del Real y Aguilera

Despreciando el invaluable legado pedagógico y de fomento a la lectura de don José Joaquín Fernández de Lizardi, nuestro entrañable Periquillo Sarniento, los gobiernos federal y de la ciudad “olvidaron” conmemorar el 195 aniversario de la fundación de la primera biblioteca pública de esta nación, patrocinada por el escritor liberal e inaugurada el 23 de julio de 1820.

En esa fecha, y bajo el lema de “ser útiles a nuestro semejantes, prefiriendo el bien público al privado”, en la accesoria A de la calle de la Cadena (hoy Emiliano Zapata) la Sociedad Pública de Lectura, presidida por el periodista, abrió un establecimiento al cual dotó de un sencillo reglamento a fin de facilitar el acceso a la información y a la formación de los ciudadanos de escasos recursos, a quienes tanto los costosísimos libros editados en la falleciente colonia española, como los periódicos que circulaban en la época, por su pobreza les eran inaccesibles.

La “acción pública” —así denominada por el propio Fernández de Lizardi— fue acremente criticada por su archienemigo clerical, y con ella el escritor complementó su añeja propuesta de “levantar el edificio de la educación popular”, puntualmente publicado en su artículo “Proyecto fácil y utilísimo a nuestra sociedad” difundido en las ediciones del 3 y 31 de marzo y del 7 de abril de El Pensador Mexicano, el popular diario liberal fundado y dirigido por él mismo desde 1812.

En dicho planteamiento, el escritor aportó irrefutables argumentos pedagógicos, políticos y éticos a favor de la educación pública gratuita, a la par de desarrollar el esquema de financiamiento de las 34 escuelas de primeras letras, sostenidas con un impuesto mínimo que gravaban a las siete tablajerías que surtían de cárnicos a la ciudad, de las que obtendría los recursos para el mantenimiento “decoroso del maestro y del plantel”, y un excedente monetario destinado a la adquisición de las “medallitas” —diseñadas por el propio Lizardi— con las que la ciudad reconocería el desempeño de los mejores alumnos.

Como buen liberal, en 1818 Fernández de Lizardi sorprendió a legos y clericales en el capítulo II del primer tomo de La Quijotito y su prima, al argumentar a favor del derecho de las mujeres a la educación.

Por todo este innegable aporte al desarrollo de la educación pública de nuestro país, así como al impulso al fomento a la lectura, a la libertad de expresión, al acceso a la información y al reconocimiento de los derechos de la mujer, sorprende e indigna que ni las autoridades federales —engolosinadas con las arteras acciones en contra del magisterio oaxaqueño— ni las capitalinas hayan organizado el más mínimo homenaje al forjador de una de las libertades fundacionales de la república mexicana, pro hombre para el cual la buena educación y la enseñanza son los instrumentos formadores de los científicos, de los artistas y de los trabajadores que México requiere para lograr su anhelada emancipación de la tiranía fundada en la ignorancia colectiva.