En tanto exista la humanidad

Roberto García Bonilla

Ahora más que nunca estamos expuestos a la lectura. Todos: los lectores ilustrados, cuyas labores cotidianas, profesionales, se relacionan con textos de distintos tipos y extensiones; aquellos que viven un proceso de escolarización y deben leer por obligación materiales relacionados con las asignaturas que toman, y aquellos lectores que leen en Internet por curiosidad, rutina, necesidad o adicción, decenas de textos cada días, casi todos breves y fragmentarios, que van dese las noticias de actualidad hasta aquella información que con frecuencia no tiene mayor relevancia, pero que se vuelve “viral” (es significativo el calificativo, una suerte de metáfora de la enfermedad), es decir se extienden como un virus incontenible en los espacios de los insondables laberintos, llamados redes sociales.

Las redes sociales

Pareciera que ahora se lee más; amén de comprobarlo “estadísticamente” y de ese modo legitimar la conjetura, lo cierto es que ahora la información que se consume a través de la lectura de cada día en las redes es masiva, fragmentaria y fuera de su contexto real, por más que —precisamente— su reiteración haga suponer homogeneidad de datos, polémicas abiertas: discusiones que eluciden y no que confundan; que revelen y no que nublen el objeto de la información y los enigmas que encierran hechos lamentables que ahora son el pan de cada día.

La desaparición de personas cuyo colofón es su paradero ya sin vida, ante la ausencia de explicaciones precisas sobre los motivos y ejecutores de los crímenes; a cambio, abundan las especulaciones y las “líneas de investigación”. Así, por ejemplo, las redes sociales se infestan sobre un hecho trágico; las informaciones devienen en la lectura y sobreescritura que es una suerte de texto macabro a muchas voces y manos que redactan entre el ocio, el morbo; la reivindicación social, la indignación, el miedo, el libelismo y la incertidumbre.

Pero ese nivel de lectura y escritura está muy lejos de un ejercicio ponderado, estructurado; muchas veces es falto de coherencia. Esta práctica respira y se alimenta del caos, imposible de existir en la lectura en el más amplio de los sentidos.

Los lectores profesionales

El tema de cuánto, qué y cómo leemos no es reciente; cíclicamente hay campañas institucionales públicas —y últimamente privadas— en nuestro país que intentan estimular la lectura; campañas casi siempre fallidas, desde sus propuestas. Por ejemplo, leer veinte minutos cada día (este redactor se pregunta: ¿leer un tercio de hora puede volver a un adulto un lector asiduo? La respuesta es: no, es imposible).

Habrá que preguntarse por qué esta obsesiva exigencia encubierta. La verdad es que leer más y con profundidad (lo contrario de cuánto se fomenta en las redes sociales: la lectura superficial, descontextualizada, desestructurada, encapsulada) no hace mejores personas a quienes leen, tampoco los saberes bibliográficos y enciclopédicos son la puerta abierta hacia el ascenso social: empleos seguros y bien remunerados, bienestar familiar, por ejemplo.

No es del todo cierto el aserto que lanzan las campañas de fomento a la lectura: que leer debe ser un acto “lúdico”, gozoso, incluso divertido. Estos atributos deben matizarse; normalmente esa condición se alcanza cuando la lectura forma parte de la vida cotidiana de los individuos, como comer, ver una serie de televisión.

Demos un salto de pértiga, ¿cómo leen los lectores profesionales: aquellos que han practicado esta actividad desde que tuvieron uso de razón, que han creado una mancuerna entre la lectura y la escritura?, ¿qué significan los libros a quienes asimismo los escriben?

 

Dieciséis conversaciones

Juan Domingo Argüelles —promotor de la lectura, poeta, ensayista, editor y profesor— reúne dieciséis conversaciones que tuvo con profesionales de la lectura, de orígenes y formaciones muy distintas entre sí: literatos, intelectuales, investigadores, científicos, académicos, creadores. En Historia de le lecturas y lectores. Los caminos de los que sí leen encontramos breves historias de vida de la lectura individualizadas.

Estas conversaciones nos llevan a reparar cuán maniqueas pueden ser nuestras apreciaciones pretendidamente esclarecedoras sobre el acto de leer la diversidad de géneros y registros posibles. Si es cierto, como ha dicho Gabriel Zaid, que los lectores son sólo una parte de la sociedad y son menos aún los que pueden gozar, por ejemplo, la poesía, también es cierto que un buen lector no nace, se forma, y puede ser a lo largo de un camino proceloso. Tenemos que aceptar que si la clasificación más elemental de los libros en buenos y malos libros, no es menos cierto que, como dice Rodolfo Castro, lo bueno y lo malo de cada libro reside en el lector, del mismo modo que la pornografía por sí misma no es “mala”.

Ya observa Efraín Bartolomé en que hay pornografía extremadamente mala y otra extremadamente buena: en realidad la única forma dañina de la pornografía es la infantil.

Para Michêle Petit, prestigiada especialista en la lectura y sus procesos, la lectura es un elemento de identidad de los individuos, y la literatura es fundamental en el imaginario del lector cuya práctica cotidiana implica imaginación, siempre se estimula en los territorios de la fantasía y creación literaria: “Estamos enfermos —dice— del lenguaje, somos grises, previsibles: ya sé de memoria lo que me van a decir, yo misma repito frases hechas, le callo la boca a los demás. Me siento avergonzada, entonces, por la noche busco palabras que no estén cubiertas de polvo […] Leo. Los libros me lanzan al aire fresco”.

Entre nosotros, Fernando Escalante es uno de los estudiosos de la lectura que nos ha dado un seguimiento del largo proceso, partícipes y protagonistas (A la sombra de los libros. Lectura, mercado y vida publica, 2007); acepta que los nuevos recursos técnicos han posibilitado que pueda publicarse mucho más que antes; en esa proporción aumentan los libros mediocres y pésimos: “Los libros malos —dice— se venden más y, por lógica del mercado, tienden a desplazar, en el espacio de las librerías, a los buenos”.

Julieta Fierro, Felipe Garrido, Francisco Hinojosa, Eduardo del Río, José Agustín y Elena Poniatowska, asimismo, son algunas de las voces que integran estas reflexiones que no deja un coro optimista: la lectura enfrenta cada vez más obstáculos, pero los buenos libros y los lectores sapientes existirán mientras exista la humanidad.

Juan Domingo Argüelles, Historia de lecturas y lectores. Los caminos de los que sí leen, México, Océano-Travesía, 2014.