Centenario de su nacimiento
No me desbarataré en la imploración de encore alguno,
ni me aferraré a la butaca desde la que vi pasar la vida.
Rafael Solana
José Alfonso Suárez del Real y Aguilera
En un país convulso, en plena guerra de facciones revolucionarias, nació en 1915 en el estado de Veracruz ese brío cultural llamado Rafael Solana Saucedo, quien desde los 14 años demostró su profunda capacidad de observación y comunicación, la que le valió ser uno de los más prolíficos críticos de arte, dramaturgo, poeta, ensayista, cronista taurino, guionista, pero sobre todo promotor cultural mexicano.
La sensibilidad del joven Solana le permitió embeberse en el proceso educativo impulsado por don José Vasconcelos, seguido por un cuerpo docente imbricado en las ideas que desde la Escuela Nacional Preparatoria y en las facultades de Derecho, Filosofía y Letras nutrieron —entre 1930 y 1937— el fecundo paso del crítico por esas instituciones de vanguardia, asumiendo la construcción del México revolucionario, que lo mismo se plasmaba en los muros de los viejos recintos conventuales que en los audaces escenarios teatrales provocados por Los Contemporáneos.
Junto a Octavio Paz, Efraín Huerta y otros importantes intelectuales de su época, Solana participó en 1938 en la fundación de la importante revista Taller, encontrando en la escritura un vehículo idóneo para participar activamente en la reflexión colectiva que requería un país en plena recreación de su imaginario colectivo.
El 18 de abril de 1952 el crítico da el salto a dramaturgo al estrenar en el teatro Colón —de las calles de Bolívar— su ópera prima Las islas de oro, actuada por Prudencia Grifell, Emilia Carranza, Miguel Ángel Ferriz y un importante elenco aclamado por el público.
La capacidad reflexiva de Solana produjo una incesante labor periodística que, desde el primer número de la revista Siempre!, nutrió a sus ávidos lectores provocando admiración, entusiasmo y argumentadas críticas sobre la vida cultural de una ciudad inmersa en una intensa actividad teatral y cinematográfica, con la que también compartió sus ensayos, avances novelísticos, cuentos y poemas.
A fines de abril de 1954, Solana sorprende a la ciudad con la magnífica obra Debiera haber obispas, dirigida por don Luis G. Basurto y estelarizada por doña María Tereza Montoya, cuya interpretación de Matea se convirtió en el gran reto para las grandes actrices que a lo largo de los años han interpretado esta inteligente crítica a la simulación clerical.
A esa espléndida obra le siguieron decenas más que permitieron al autor reafirmar su negativa a desbaratarse para implorar un encore, o aferrarse a la butaca desde la que vio pasar la vida de una ciudad que todavía no era rehén de la “pantalla chica”, que aún recreaba el ancestral rito catártico que provocan las artes escénicas en el alma de sus espectadores.
