Aurora Carrara

El sismo de 1985 dejó una cicatriz con un enorme relieve sobre la Ciudad de México. Principalmente en ella, pues no olvidemos que hizo destrozos en otras partes, como en Michoacán. Innumerables historias, igual a lo sucedido con muchísima gente, quedarán sepultadas en los escombros del olvido. Algunas de esas historias tomarán el color del humor característico de los mexicanos, otras de total asombro, las más de dolor, por supuesto, pero también otras que tendrán la forma de la anécdota, como la que me tocara vivir con el escritor Guillermo Fernández (1932-2012), traductor del italiano al español de obras en diferentes géneros literarios como narrativa, poesía y ensayo.

Mientras charlábamos al siguiente día sobre la magnitud del temblor y de sus consecuencias, y de cómo nos tocó vivir a cada quien ese evento telúrico, una fortísima réplica nos hizo salir a la calle. El temor que se había apoderado de mí, después de haber acercado —porque era imposible llegar como de costumbre; el tránsito estaba exagerado— a mis hijas en sus respectivas escuelas, me hizo comprender lo que vivimos en el trayecto de la mañana anterior cuando íbamos en nuestra Caribe y vimos a personas con un gesto de temor y muchas de ellas se abrazaban. Nuestro carro, la Caribe, ya por su modelo, ya por su estado, carecía de radio; así que me pude enterar hasta la tarde de aquel jueves 19 de septiembre de 1985 de la enorme tragedia, entonces deseé abrazar a mis hijas —para entonces, ya había muerto mi marido— pero no sabía aún nada de ellas sino hasta más tarde.

Después de la réplica de la tarde-noche del 20 de septiembre, nos fuimos a la casa de mi hermana Carmen, que, por cierto, andaba de viaje, ahí les pregunté a mis hijas si querían que les trajera algo de la casa, y me hicieron una lista larga de cosas, aunque sólo les conseguí lo necesario. A Guillermo Fernández, con quien teníamos una amistad de muchos años, también le hice la pregunta de qué necesitaba de su casa, pues éramos vecinos, y sin pensarlo mucho sólo me pidió una hojita de un árbol que estaba enmarcada en un cuadrito de vidrio. Yo le veía en sandalias, sin suéter, y después de hacerme su petición con mucha precisión para dar con su cuadrito, dijo muy seguro, viéndome —aunque no me veía, porque parecía que su mirada se había trasladado al sitio del que había recopilado la hojita—: “creo que si desaparece la casa, es todo lo que necesito de ella”. La hojita la había arrancado de un árbol que está muy cerca de la tumba de Julio Cortázar, en el cementerio de Montparnasse, en Francia.

Ante la amenaza en que nos habíamos atrapado por el temblor, Guillermo Fernández, con la humildad y sencillez que le caracterizaban, insistió en ser él quien fuera por las cosas pero no se lo permití, porque no sabría dónde encontrar todo. Después de algún tiempo de aquella tragedia, Guillermo decidió, como lo hiciera muchísima gente, dejar la Ciudad de México; él lo hizo para irse a vivir a Toluca, donde hace poco más de tres años le fuera arrancada la vida al poeta, precisamente en primavera, la estación del año que más le atraía.

Ahora, a la distancia de treinta años de aquel sismo, la presencia de Guillermo Fernández me viene a la memoria del espíritu. Lo recuerdo con el cariño de siempre, y atesoro su ser igual que él a su hojita guardada en un cuadrito de vidrio. Lo veo en tantos recuerdos y en su palabra poética, como él mismo lo mencionara en un fragmento de su poema “La palabra a solas”: “Di que el ave florece/ bajo un árbol imposible,/ que el espejo ha dejado de mirarse/ a sí mismo. Di, canta al arcángel,/ a la espesura transparente de su cuerpo,/ al henil que te aguarda para el fin del viaje.// A mano abierta, deslumbrante, esta otra y misma primavera/ que se abre paso entre los muertos, reintegra eternidad al sueño”.