Ricardo Muñoz Munguía
Ignacio Manuel Altamirano (Tixtla, Guerrero, 1834 – San Remo, Italia, 1893) retrató en gran parte de su obra la realidad mexicana de su tiempo, de la que era fiel testigo. La oportunidad de acceder a la escuela —lo que prácticamente era negado en su tiempo y en su condición de ser hijo de una familia indígena— lo llevó a tener una postura liberal. Así, el abogado, maestro, fundador de revistas, periodista, político y diplomático, entre sus obras cumbre se cuentan sus novelas Clemencia y El zarco, las que hoy aparecen en una obra conjunta en la Colección Clásicos Hispanoamericanos (UNED / Clásicos hispanoamericanos. Madrid, España, 2015), en una edición crítica del doctor en Letras por la UNAM, Juan Antonio Rosado. A propósito de este libro entrevistamos al narrador, ensayista e investigador independiente sobre un hombre que en sus distintas facetas se afianzó a su ideología y llevó a cabo con sus acciones.
—Ignacio Manuel Altamirano fue un hombre de letras, de ideas, de acción, político…, ¿cómo englobas esta personalidad?
—En Altamirano, no hay contradicción en las cuatro facetas que mencionas. En realidad, se trata de un mismo proyecto, tal vez uno de los más ambiciosos, pero también cohesionados, que ha tenido la cultura mexicana. Para este autor, las ideas y reflexiones, la literatura (cuento, novela o poesía), así como la acción política y militar eran maneras distintas de expresar un mismo fondo: el amor por México, el deseo de su emancipación real, tanto literaria y artística en general, como política y económica. De hecho, es posible rastrear sus ideas en la acción y también en su desempeño político y militar, y pueden encontrarse en el seno de su obra literaria, a través de ciertos personajes y situaciones narrativas. Incluso permean en muchos de sus poemas. Hay una gran unidad en este escritor, un sistema de vasos comunicantes que conecta su vida con sus proyectos culturales. Para lograr tal congruencia, fue siempre incorruptible y decidido.
—Háblanos de tu interés por el escritor guerrerense.
—Descubrí la literatura mexicana del siglo XIX gracias a la doctora Margo Glantz. Yo estudiaba la Maestría y sólo había leído a un puñado de autores decimonónicos, entre ellos, por supuesto a Altamirano, pero nunca se trató de un descubrimiento. Siempre ha sido común la creencia de que la literatura decimonónica mexicana es como nuestra prehistoria en las letras, a pesar de ensayos como el de Alfonso Reyes (“El paisaje en la poesía mexicana del siglo XIX”) o los juicios valorativos de otros muchos autores, que sería prolijo mencionar. Releí en aquella época El Zarco y profundicé en Payno y en sus bandidos de Río Frío; conocí Astucia, de Luis G. Inclán y otras obras y autores (Sierra O’Reilly, Cuéllar, Riva Palacio, etcétera). Más o menos a finales de los noventa, gané mi primera beca del Fonca con un proyecto de ensayo sobre Payno, Altamirano e Inclán. Allí conocí a Adolfo Castañón, quien fungió como mi asesor. Gracias a él y a la beca, concluí un ensayo que publicaría en 2001 con el título Bandidos, héroes y corruptos o nunca es bueno robar una miseria. Sin embargo, en esa época aún no valoraba del todo Clemencia. Estaba metido en El Zarco. Recientemente, gracias a la propuesta del académico español Antonio Lorente Medina, para realizar una edición crítica y anotada de Clemencia y El Zarco, he revalorado la primera novela, que incluso, en cierto sentido, por el manejo de la voz narrativa y del narrador relevo, me parece más verosímil que la segunda, a pesar, paradójicamente, de que la segunda sea una novela histórica. Lo es, pero la voz narrativa emite juicios morales sobre sus personajes, mientras que en la primera se trata de un narrador-testigo en primera persona. Como quiera que sea, lo que más me ha atraído de Altamirano es su voluntad de concisión, de forma. Por ello varios críticos coinciden en que es el primer gran artista literario del México independiente.
—¿Cómo destacas la importancia de leer a Altamirano para las nuevas generaciones?
—Creo que es importante no sólo porque se percibe lo que es un buen estilo literario y personajes de carne y hueso, muy bien estructurados, en escenarios y atmósferas verosímiles que crean impacto en el lector, sino también por su mensaje moral, que muy parcialmente podría resumirse en la necesidad de desconfiar de las apariencias y buscar siempre el fondo de las cosas. Altamirano demuestra que ni su literatura ni la realidad son maniqueos, y que el ser humano puede estar envuelto en dilemas y contradicciones. En ese sentido, hay tensión sicológica y moral. Altamirano ataca la frivolidad, la superficialidad y la ingenuidad, tres de los males de muchos jóvenes acostumbrados a las narrativas fáciles o ligeras.
—En la obra del autor de Clemencia y El zarco, la estética literaria y la realidad son parte fundamental de su labor creativa, sin dejar de lado al acento romántico. ¿Qué sobresale con mayor peso en su obra?
—Definitivamente, sobresale el realismo sobre el romanticismo. Una de las pruebas es el personaje Manuela en El Zarco. Ella creía que las heroínas románticas como Virginia o Atala eran verosímiles; ella creía que unirse con un afamado y valiente bandido era como una aventura novelesca. Por supuesto, se desencanta y se da cuenta de la cruda realidad: el bandido resultó un cobarde y la aventura un infierno. En Clemencia, las dos mujeres se dejan llevar por sus ideales de belleza, viven en su torre de marfil, en medio de lujos, y se enamoran de un dizque valiente militar que al final resulta un cobarde y un traidor. Estas obras, sin duda, poseen elementos románticos, pero Altamirano, incluso en sus reflexiones y en varios escritos, privilegia el realismo.
—¿No te ha llegado a atrapar la idea de hacer una novela con la vida de Altamirano?
—No se me había ocurrido. Sería una ardua tarea que requeriría mucho tiempo. Sin duda, la idea es tentadora.
—El escritor de Tixtla fue cercano a Juárez pero después se opone a su reelección, apoyando a Porfirio Díaz, al que después verá mal pero le acepta consulados en Europa. ¿Cómo se mira esta postura política a la distancia del tiempo?
—Aquí me permito citar al historiador Moisés Ochoa Campos: “cuando condenó el positivismo de los ‘científicos’ porfiristas y cuando escribía en el periódico El Diario del Hogar, del precursor Filomeno Mata, Altamirano estaba condenándose al destierro, que la dictadura cubrió mañosamente con ropajes consulares en España y en Francia”. La postura de Altamirano, en efecto, fue la de un hombre que, como Ignacio Ramírez, “El Nigromante”, criticaba el sistema desde un liberalismo social. De hecho, fue también un luchador social, y las carencias económicas lo persiguieron toda la vida. Al final, tuvo que aceptar esos cargos fuera del país. Si uno lee su correspondencia nota, en muchos casos, una insatisfacción por estar lejos de su patria.
—Fue un hombre de letras y más tarde, sin saber usarlas, un hombre de armas. ¿Qué opinas de ello?
—Particularmente fue un hombre de armas en el Sitio de Querétaro. Pero, como ya lo mencioné, no hay contradicción. Fue un hombre de ideales, y sus ideales liberales (su liberalismo radical) se conecta con la defensa de la nación y de la construcción de una literatura nacional. En el fondo, su mejor arma fue la pluma.
—¿Qué deseas complementar a esta entrevista?
—Mi agradecimiento a las personas mencionadas y también a mi colega Karina Castro González, quien me apoyó en el cotejo de las distintas ediciones de Clemencia y El Zarco. Este volumen de la UNED contiene las dos novelas, un estudio de cien páginas y más de mil notas a pie. Es la primera edición crítica y anotada de Clemencia, lo cual me sorprende si consideramos que la primera edición de esta obra es de 1869 (hace casi 150 años). En 2010 salió una edición ilustrada de Clemencia, con notas documentales de Ana Sofía Ramírez Heatley y un prólogo de Silvia Molina, pero es sólo una muy bella edición para estudiantes. No hay cotejo de ediciones ni profundiza desde el punto de vista del rigor académico. Se concreta a definir palabras y a poner lo que un estudiante de secundaria necesita para leerla. En cuanto a El Zarco, mi edición es la segunda crítica y anotada. La primera fue hecha por Manuel Sol, de la Universidad Veracruzana.

