19 de septiembre de 1985
Mireille Roccatti
Al alba del jueves 19 de septiembre a las 7:19 un temblor oscila-trepidatorio de una magnitud descomunal cimbró, asustó y angustió a los habitantes de la capital. Quienes vivieron la tragedia, aún hoy treinta años después, recuerdan nítidamente donde se encontraban cuando la fuerza brutal de la naturaleza recordó al hombre su infinita pequeñez cósmica.
La duración del fenómeno telúrico de casi tres minutos se hizo eterna para quienes habían salido de sus hogares rumbo al trabajo o retornado a sus casas luego de laborar, a llevar sus hijos a la escuela o los jóvenes a sus escuelas y universidades, lo que a muchos les salvó la vida. Igual emoción embargó a quienes se preparaban para salir o quienes fueron despertados por la sacudida y la duración del temblor que parecía no iba a terminar nunca.
Los habitantes de la vieja Tenochtitlan ¾que maravilló primero a los conquistadores españoles y luego se transformó en la Ciudad de los Palacios que recreara el sabio alemán Von Humboldt¾ pese a estar de alguna manera acostumbrados a los temblores, en esa ocasión, sintieron que era diferente, el movimiento continuaba, persistía, se alargaba, se hacía eterno. Según el rumbo de la ciudad, se vivió el temblor. Quienes habitaban la antigua zona lacustre y en especial sus canales, por donde viajó a mayor velocidad la onda sísmica, vieron destruidas casas y edificios cercanos o, lo más terrible, murieron por el derrumbe de sus viviendas. Una cifra real será muy difícil de conocer, las cifras oficiales señalan que siete mil, otras cuantificaciones oscilan entre treinta y treinta cinco mil los muertos.
Al terminar el sismo, las calles se llenaron de gente impactada emocionalmente que, luego del estupor y la parálisis de los primeros minutos, mutaron su estado de ánimo por una solidaridad impresionante para con sus vecinos que habían sufrido mayores daños y acudieron a socorrerlos y rescatarlos. Esta espontánea solidaridad para algunos, como Monsivais, es el acta de nacimiento de la sociedad civil en México.
Esta movilización social se generó porque los gobiernos federal y de la ciudad se quedaron perplejos y no reaccionaron con la prontitud que la dimensión de los daños materiales y el costo en vidas humanas ameritaba. En lo inmediato se negó la salida de los cuarteles de soldados y marinos, y aun después, se denegó la ayuda internacional que se nos ofrecía al conocerse la magnitud de la tragedia.
Ese día en medio de la tragedia inenarrable la ciudad paradójicamente vivió una primavera juvenil de solidaridad entusiasta, fueron los jóvenes que mostrando una madurez impensable organizaron las tareas de búsqueda y rescate, los centros de acopio de agua, medicinas, ropa, que los habitantes comenzaron a llevar a las escuelas, organizaron el transporte, se encargaron de la vialidad, instalaron comedores y albergues provisionales y suplieron, así, el pasmo de las autoridades. Igualmente, emergieron los líderes naturales que organizaron barrios, unidades habitacionales y colonias enteras.
Luego, es cierto, el ejército puso en marcha el Plan DN III y participó de manera decidida, estoica y sacrificada como lo hace siempre cuando acaecen tragedias naturales. Y las conductas desleales de algunos de sus elementos que participaron en rapiñas y robos no puede ser generalizada. Los recuerdos mayoritarios hacia soldados y marinos son de reconocimiento y agradecimiento. Sin el apoyo y la logística castrense todo hubiese sido más difícil.
El derrumbe de edificios y casas desnudó la corrupción imperante en las obras públicas de la mitad de los años cincuenta, hasta algunas recién edificadas en ese tiempo, que se desmoronaron como si hubiesen sido de harina y arena, violando las normas de construcción. Y sobrevivieron las construcciones coloniales y porfirianas, así como las de inicio de siglo.
Hoy, tres décadas después, la ciudad está de pie, con cicatrices físicas por acá o por allá, o con la ausencia de algunas edificaciones icónicas, como los hoteles Regis y Alameda o el multifamiliar Juárez, pero perduran en la conciencia recuerdos como las muertes de las costureras en un edifico de Tlalpan, que también desnudó las infames condiciones laborales imperantes en esa industria. Hoy es importante recordar y rememorar a nuestros muertos, pero también alegrarnos de estar vivos.