Patricia Gutiérrez-Otero
“Llegaron al casco de la Hacienda de Chipilo con los pies calzados en zoclos de madera, y en carretas cargadas con guadañas, picos, afiladoras, hachas, mantequilleros y cazos de cobre para hacer polenta”.
A finales del siglo XIX, bajo el gobierno de Porfirio Díaz, se llevó a cabo una inmigración de italianos a México. Aparentemente el gobierno quería traer gente de fuera para poblar el país y para modernizar el campo con tecnología europea. Por su parte, Italia terminaba su proceso de unificación y enfrentaba problemas económicos. En 1875 o 1876 llegaron a México unas tres mil personas del Norte de Italia. Los destinos en los que fundaron colonias fueron, entre otros, Veracruz, Puebla, Morelos, Guerrero, Michoacán, Nuevo León.
La única colonia italiana que ha conservado su dialecto original es la de Chipilo, en Puebla. La fundaron, en el año 1882, rubias, fuertes, trabajadoras y católicas familias italianas de agricultores provenientes de Segusino, en el Veneto, de donde emigraron por pérdida de sus tierras a causa de las inundaciones. Tenían un contrato con el gobierno mexicano en el que se les otorgaba un crédito por diez años, más tres hectáreas de tierra, dos arados con sus yuntas, un par de bueyes, una vaca, una mula y un cerdo. Sobre su carácter habla su lema “El trabajo vence todo”. Quizá por esta actitud en Chipilo han surgido marcas como las del Italian Coffee, las heladerías Segusino, y los muebles del mismo nombre.
Chipilo se caracteriza, también, por la defensa que hicieron sus habitantes en 1917 contra las tropas revolucionarias de Zapata, a favor de Carranza. Por eso, el “Monte Grappa” (Nombre de la cima más alta de una cadena montañosa del Veneto, Italia), una colina del pueblo, conmemora esta lucha donde un centenar de chipileños detuvieron a cuatro mil zapatistas, noticia que llegó a Italia.
Una curiosa y rudimentaria pintura que está en el edificio de gobierno de Chipilo llama la atención: en un lado, una mujer mestiza portando una corona de laurel entrega un pequeño niño moreno a una pareja rubia con vestimenta sencilla y con un bolso de equipaje, el trasfondo es aún agreste, pero ya con la Iglesia. Otra pareja, en el otro lado, también blanca y rubia, sostiene a un niño indígena, detrás se ve el monte Grappa, reverdecido, y la Iglesia, como campos labrados, debajo hay un ordenado pueblo blanco con tejas rojas. No tiene año ni firma. La primera imagen parece hablar de la llegada de los chipileños; la segunda, del momento en que ya tenían un pueblo hecho.
Me pregunto si esto expresa la manera en que los habitantes de este pueblo percibieron su destino: como la misión de recibir a los indígenas por parte de la Patria mexicana para cuidarlos, lo que no creo porque ellos vinieron a rehacer su vida, o si más bien se refiere al deseo que tenía el gobierno porfirista de hacer venir extranjeros europeos a México, como dicen por ahí, para “blanquear la raza”. En todo caso, en el momento en que se pintó este cuadro existía el imaginario de que el indígena debía ser cuidado por el europeo católico y trabajador que la Patria le entregaba.
Las imágenes que en la pintura acompañan la entrega del niño indígena pueden ayudar a entender el sentido: la pequeña iglesia indicaría el tipo de cuidado que se esperaría dar: el de la evangelización. La imagen de los campos verdes también mostraría que el fin era el de introducir a los indígenas en el nuevo tipo de trabajo agrícola. En todo caso, la pintura muestra una actitud hacia los habitantes nativos y conquistados que aún hoy persiste en el imaginario social.
Además, opino que se respeten los Acuerdos de San Andrés, que se respete la Ley de Víctimas, que se investigue seriamente el caso de Ayotzinapa, que el pueblo trabajemos por un Nuevo Constituyente, que Aristegui y su equipo recuperen su espacio radiofónico.
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