Carlos Ángel Arrieta

Los de Ajalpán, Puebla, no eran secuestradores; se dedicaban a encuestar. José Abraham y Rey David Copado Molina trabajaban para la empresa Marketing Research&Services. Como ellos, decenas más, en distintos puntos del país, han sido objeto de sádicos ataques de turbas enfurecidas. La aclaración de que sus credenciales eran falsas no inhibe la reflexión de México se ha hundido en la nula confianza a las Instituciones.

Cada día son más, en número, y más, en el nivel de violencia que llegan a alcanzar. Los casos de José Abraham y Rey David, así lo reflejan. Los jóvenes murieron, uno, a golpes, y el otro, consumido por el fuego.

Ajalpán, uno de los 217 municipios que integran el estado de Puebla tiene poco más de 61 mil habitantes, y la mayoría son mujeres, rezan las estadísticas del INEGI.

Su alcalde, Gustavo Lara, aseguró que la tortura y el linchamiento se debió, principalmente, a “los rumores que se soltaron en redes sociales”. El edil no explicó -ni ha explicado- cómo, a pesar de haberse identificado como encuestadores, los jóvenes permanecieron detenidos por la policía local, hasta que perdieron el control y lo asumió el gentío de indignados habitantes.

Cada vez son más comunes en México las noticias que retratan casos de comunidades o vecinos haciéndose justicia por propia mano, derivado de la importancia, el hartazgo social, y el flagelo del hampa en sus distintas versiones, sean delitos de fuero común o federales, al caso es lo mismo, son “ratas”, “asesinos” y un sinfín de calificativos más.

Actos así de bárbaros eran más comunes en los estados donde el hampa ha mermado notablemente en sus tierras, como Michoacán, Guerrero y Jalisco. Ejecuciones disfrazadas de flashes justicieros.

Y de las ejecuciones disfrazadas, a los eventos desesperados como el de Ajalpán, aunque ésta vez, sí eran víctimas y no victimarios como el pueblo pensaba.

Esta misma semana, en las localidades de San Lorenzo Cacaotepec y Zumpango, ambas del Estado de México también se registraron sendos intentos de linchamiento. Lo mismo ocurrió en una localidad de Oaxaca.

Afortunadamente, los presuntos secuestradores y rateros, en cada caso, sólo recibieron tremendas tundas.

El 23 de marzo, en Xonacatlán, Estado de México, medio millar de habitantes tomó la justicia en sus manos y a punto estuvo de asesinar a un presunto ladrón. Como en los casos antes comentados, el enojo de los ciudadanos fue tal, que cuando les arrebataron a sus víctimas optaron por actos de rapiña y de destrucción.

En municipios michoacanos como Morelia, Uruapan, Apatzingán, Buenavista, Lázaro Cárdenas y otros, es común observar mantas vecinales donde advierten a los delincuentes que la población ya abrió los ojos y que está cansada de los abusos.

Crímenes como el secuestro, la extorsión y la violación son las principales causales de las agresiones más violentas y hasta sádicas.

Solamente entre septiembre y lo que va de octubre, en Michoacán se han documentado alrededor de 7 casos donde los ciudadanos detectan a los delincuentes, los atrapan –o los arrancan de las manos de la justicia-, los golpean, humillan y minimizan.

Ese mismo hartazgo social fue, por cierto, el detonante para que, hace poco tiempo, tronaran, (también en Michoacán), pueblos enteros de la Tierra Caliente, la Sierra y la Costa del Estado, que decidieron tomar las armas y defenderse de los enemigos, del embate del narco, de las bandas de asesinos, secuestradores, extorsionadores, asaltantes y violadores.

Aquí lo más grave, es cómo la violencia ha ido escalando niveles hasta increíbles en cada nuevo caso de linchamiento. Ya no es sólo el castigo físico ni la humillación a través de la exhibición, sino el claro reflejo de la impotencia y la furia acumuladas, con un Estado atado de manos, inútil ante cualquier turba enardecida.

Foto: Especial